Día 20/08/2015 - 14.31h
Decía Joseph Goebbels, el ministro de propaganda del Tercer Reich, que una mentira dicha mil veces termina convirtiéndose en realidad. Lo cierto es que no andaba desencaminado el experto en comunicación del partido nazi, pues hubo multitud de ocasiones en la que su líder, Adolf Hitler, demostró esta máxima. Una de ellas fue en la prisión de Theresienstadt, un campo de concentración checoslovaco que los germanos mostraron al mundo como un paraíso en la Tierra regalado a los judíos por el mismísimo «Führer».
Una valiente falsedad, pues en él se cometían las mismas barbaridades que en el resto. No obstante, todo formaba parte de un curioso plan cuyo objetivo era demostrar al mundo que en las cárceles alemanas no obligaban a los presos a trabajar hasta la extenuación y no se llevaba a cabo la denominada «Solución final» (el asesinato de millones de judíos y personas con alguna disminución mental). Desgraciadamente, la campaña propagandística les funcionó a la perfección y, durante toda la Segunda Guerra Mundial, el campo fue considerado un balneario ideado por los germanos para proteger a los judíos de la contienda.
A día de hoy, la campaña orquestada por los nazis para mostrar este lugar como idílico puede parecer irrealizable. Sin embargo, por entonces no había Smartphones con los que fotografiar lo que verdaderamente sucedía y, en pocos minutos, mostrar la realidad al mundo. Así pues, el plan fue un rotundo éxito. No era para menos, pues los jerarcas nazis realizaron todo tipo de maniobras de comunicación para lograrlo. Entre ellas destacaron la filmación de un documental que, presuntamente, demostraba lo buena que era la vida en aquel gueto o, incluso, la divulgación constante de que la ciudad estaba regida por judíos.
Con todo, la guinda de este curioso pastel fue puesta en 1944, año en que los alemanes permitieron a la Cruz Roja Internacional entrar en el recinto para elaborar un informe sobre la vida de los presos. Aquello derivó en una increíble farsa en la cual los germanos obligaron a los reos a mostrar a la delegación lo felices que estaban por encontrarse allí. Por su parte, los seguidores de la esvástica fabricaron escuelas y cafés falsos en el gueto para que pareciese que todos los internos tenían una vida relajada y sin preocupaciones gracias a Alemania. De forma increíble, los representantes de la organización salieron convencidos de que los rumores sobre cámaras de gas eran falsos y los germanos solo querían proteger a los judíos.
La fortaleza hecha gueto
Para encontrar el origen del campo de concentración de Theresienstadt es necesario remontarse en el tiempo hasta el siglo XVIII, época en la que el emperador José II (de quien se dice que odiaba la higiene e instauró un alto impuesto a todos los productos relacionados con ella) dominaba el Sacro Imperio.
Fue el 22 de septiembre de 1784 cuando este austríaco ordenó edificar en la futura ciudad de Terezín una fortaleza de poco más de un kilómetro cuadrado que, curiosamente, tendría una forma similar a la de la estrella de David. A este coloso -el cual estaba formado por dos fuertes rodeadas, a su vez, por altas murallas, varios terraplenes y un foso- le puso el nombre de Theresienstadt en honor de su madre, María Theresa. Su situación era envidiable, pues se hallaba a poco más de 75 kilómetros de Praga y a 2 de la ciudad de Leitmeritz.
Esta plaza fuerte hizo las veces de base militar de los Habsburgo hasta la llegada de la Primera República de Checoslovaquia durante 20 años, hasta 1938. Sin embargo, después de que Hitler se asentase en la poltrona alemana y se anexionase en nombre de la esvástica los Sudetes en 1938, en la fortaleza pasó a ondear la bandera germana.
Ese año, los nazis instalaron en ella una inexpugnable base de operaciones para las temibles SS (las tropas más ideologizadas del Reich y, en la práctica, una parte más de las fuerzas armadas del país). «Los alemanes usaron la ciudad como base militar hasta fines del verano de 1941. En 1941, la base albergó a aproximadamente 3.500 soldados y 3.700 civiles. Prácticamente todos los adultos civiles empleados trabajaban para los militares», explica el «EE.UU. Holocaust Museum» en su dossier «Theresienstadt».
En esas andaban los alemanes cuando Reinhard Heydrich (segundo de Himmler al mando de las SS) se le encendió la bombilla en el verano de 1941 y decidió idear un «gueto modelo» en esta fortaleza. La razón era sencilla: ya se habían realizado los primeros asesinatos con gas en el campo de exterminio de Auschwitz y los nazis temían que esa infame nueva se acabase conociendo. ¿Qué mejor, por lo tanto, que crear un campo de concentración idílico para mostrar las bondades del «Führer» al mundo y contrarrestar la realidad? Eso sí, todo de forma figurada, pues no pensaban dar ni una comodidad real a los presos.
Theresienstadt fue edificada en honor de la madre de José II
Así pues, los jerarcas nazis enviaron a 3.000 judíos (todos ellos, de entre 18 y 30 años) a la fortaleza para que la «acondicionaran» para la vida de sus nuevos ocupantes. Básicamente, sus órdenes eran construir miles de literas para los nuevos ocupantes. Estos primeros grupos fueron conocidos como los «Aufbaukommando» («grupos de construcción»). Así fue como la plaza fuerte pasó a convertirse en un campo de concentración.
Un balneario cedido por Hitler
De esta forma, entre falacias y mentiras, nació el gueto modelo de Theresienstadt, el cual se dio a conocer no como un recinto en el que se pretendía encarcelar a miles de personas, sino como una ciudad de vacaciones para los judíos más adinerados. «El nuevo gueto se vendía […] como un regalo del Führer destinado a los judíos que quisieran prepararse para la vida en Palestina», explica Holden.
«Los alemanes habían anunciado y propagado que Theresienstadt sería un campamento modelo. El “regalo de Hitler a los judíos”. No lo llamaron campo de concentración, sino que sería una especie de balneario para la gente mayor, donde podrían descansar», señala, en este caso, Eva Goldschmidt Wyman (superviviente del Holocausto) en su obra «Huyendo del infierno nazi: la inmigración judío-alemana hacia Chile en los años 30».
Lo cierto es que el entorno en el que se había edificado la fortaleza invitaba a creer esta falsedad, pues se hallaba ubicado cerca de las montañas de Bohemia y en un entorno de cuento de hadas. Para lograr que pareciese un lugar de vacaciones muy exclusivo, los nazis lo abrieron en un principio solo a aquellos judíos que cumplieran los siguientes requisitos: debían ser alemanes o austríacos, tener una buena cantidad de dinero en sus cuentas, ser mayores de 75 años, haber combatido en una guerra y contar con una posición social de importancia.
La idea no fue mal recibida. Y es que, al ser vista como una zona exclusiva a la que solo podían acceder unos pocos afortunados, muchos «Prominenten» (como se llamó a estos «pioneros» que decidieron pasar a vivir en esta residencia) se prestaron voluntarios para vivir en él. A su vez, otros tantos no se negaron a acudir cuando los nazis les informaron de que debían partir hacia su «nuevo hogar».
Por otro lado, el gabinete de propaganda nazi también presentó Theresienstadt como una residencia de ancianos a la que se podía acudir a cambio de ceder todos sus bienes al estado nazi, quien les ofrecía a cambio una estancia envidiable en Terezín hasta el final de sus días. Tal era la fama que se le dio a este campo de concentración entre la población que, cuando aquellos desdichados judíos hacían el viaje hasta la fortaleza, se vestían con sus mejores galas y se arreglaban como si fuesen a un banquete nupcial. Cundo llegaban allí, sin embargo, les quitaban todo lo que portaban (que pasaba a engrosar las arcas del Reich) y empezaba su pesadilla.
La verdad sobre Theresienstadt
Hitler presentaba esta fortaleza como el balneario idóneo para pasar unas estupendas vacaciones, una residencia en la que los judíos podían olvidarse de persecuciones y del horror de la guerra. Sin embargo, la realidad era bien distinta. Y es que, aunque no fue un campo de exterminio (en él no se asesinaba a los reos mediante gas) en Theresienstadt los presos sufrían todo tipo de aberraciones y, por descontado, vivían en unas condiciones deplorables. Este recinto era, además, un lugar de paso en el que los reos estaban tan solo unos meses antes de hacer su último viaje hacia los centros de asesinato masivos ideados por el Führer.
La vida de los presos en Theresienstadt era una auténtica pesadilla. Su calvario comenzaba cuando el tren que les llevaba a la zona se detenía cerca de la fortaleza. «La estación quedaba a dos o tres kilómetros del campo de concentración y era preciso caminarlos en columnas de tres o cuatro filas, llevando cada uno sus maletas a cuestas, y a veces, también a sus hijos. Si no se apuraban, ahí estaban los de las SS para empujarlos con las culatas de sus fusiles gritando que caminaran más rápido. […] Muchos de los ancianos se desplomaban no habiendo probado bocado en dos días y estando terriblemente agotados por el viaje. […] En la procesión iban también niños que no cesaban de llorar, con hambre y agotados», completa Wyman.
Cuando los desafortunados llegaban a la fortaleza, la situación no mejoraba. En cuanto atravesaban la puerta (en la cual se podía leer «Arbeit macht frei» -el trabajo libera-) se les enviaba a todos a las duchas, donde debían desnudarse. Si alguien se negaba, se le azotaba en repetidas ocasiones hasta que decidía cooperar. Posteriormente, los reos se lavaban, aunque sin jabón ni esponja, tan solo con un agua ennegrecida que ensuciaba más que limpiaba. Una vez que acaban esta absurda «desparasitación», los nazis les entregaban alguna de las prendas que había en un gigantesco montón. Nunca miraban tallas, por lo que la ropa podía ser muy grande (en cuyo caso no había problemas) o sumamente pequeña (lo que, en pleno invierno, condenaba a su portador a una muerte segura).
Una vez dentro debían alojarse en unas habitaciones en las que, a pesar de que únicamente cabían unas 5 o 6 personas, se amontonaban hasta 40. Sin camas suficientes, muchos debían dormir en el suelo, en la buhardilla (donde el calor era insoportable en verano y el frío horrible en invierno) o, simplemente, arremolinarse en los viejos jergones llenos de chinches que los alemanes llamaban camas.
La higiene era nula, pues solo había un cuarto de baño para cada 150 personas –con lo que el hedor de la habitación era insoportable- y, para llegar hasta él, había que caminar por encima de decenas de cuerpos hacinados. Por descontado, todos debían trabajar durante horarios interminables en el campo y no podían escribir a sus allegados (a los que lo hacían, se les ahorcaba sin mediar palabra). La razón era sencilla: había que mantener la fama que tenía Theresienstadt de campo modélico.
El hambre, junto con la suciedad y las enfermedades, era otra de las compañeras inseparables de estos presos. Y es que, recibían una dieta de entre 600 y 700 calorías diarias mientras que, para sobrevivir, se necesitan ingerir entre 1.750 y 2.500. «La gente tenía hambre todo el tiempo, a menos que trabajaran en la cocina o tuvieran amigos que se desempeñaran allí. Su dieta consistía en un café muy débil en las mañanas, una sopa aguada hecha de polvos con una papa cocida para el almuerzo, un tercio de pan, dos onzas de margarina a la semana y algo de mermelada o miel», explica en su obra la superviviente del Holocausto.
Los presos solo tomaban café por la mañaa, sopa para comer y algo de pan
Por aquel entonces el lugar estaba dominado por algunos miembros de las SS y un grueso de tropas formadas por policías checos. Las tareas cotidianas estaban a cargo de un consejo de reclusos. En principio, se ideó este organismo para dar todavía más sensación de «campo modélico». Sin embargo, el grupo tenía a su cargo tareas tan crueles como idear las listas de aquellos que se marcharían para ser asesinados.
Las críticas de la Cruz Roja
Mientras las epidemias se sucedían en el campo en 1943 debido a la falta de higiene, la suerte quiso que multitud de organizaciones como la Cruz Roja comenzaran a cuestionarse qué estaba sucediendo con los miles de judíos que desaparecían día tras día en los campos de concentración. Por entonces ya había cobrado importancia el rumor de que los germanos estaban masacrando a seres humanos en estos guetos, y muchos querían respuestas.
«Los líderes daneses, desde el rey Cristián hacia abajo, insistieron en que la Cruz Roja visitara a los deportados daneses para obtener información de primera mano sobre el trato que recibían en Theresienstadt. Los diplomáticos alemanes sintieron que la posición de su país en Dinamarca y Suecia iba a deteriorarse, al punto de perjudicar los intereses alemanes. La Wehrmacht (fuerzas armadas alemanas) querían paz y calma en Dinamarca, y en Suecia los alemanes esperaban seguir importando los armamentos necesarios para la guerra.», explica el «EE.UU. Memorial Museum».
Tras meses de rodeos y rodeos, la Oficina Principal de Seguridad del Reich (RSHA) aceptó que la Cruz Roja visitara uno de los campos para cerciorarse de que todo iba bien. Con todo, solo pusieron una condición: Alemania seleccionaría qué campo se visitaría y la fecha aproximada. Como no podía ser de otra forma, el gueto seleccionado fue el de Terezín, pues contaba con una fama impoluta. «Deseosos de acallar tanto alboroto, los alemanes consintieron que la Cruz Roja Internacional, acompañada por militares danseses, visitara Terezín», explica Holden en su obra.
La mayor pantomima jamás creada
Después de que los jerarcas nazis informaran al comandante del campo (Karl Rahm) de la visita de la Cruz Roja, este inició la denominada «labor de embellecimiento» del campo (conocida en alemán como «Verschönerungsaktion»). «Para empezar, deportaron al Este a unos cinco mil judíos en mayo de 1944, incluidos los huérfanos y la mayor parte de los enfermos, sobre todo, los que padecían tuberculosis. Los siguieron siete mil quinientos más. Los más demacrados y enclenques fueron escondidos en las peores viviendas, situadas en la zona de exclusión, para que nadie los viera», añade la anglosajona.
Posteriormente, la operación continuó con modificaciones sencillas como el cambio de denominación de las calles del gueto (las cuales pasaron a tener nombres tan pintorescos como «calle del Lago») y la limpieza general de los edificios. A su vez, se llevaron hasta el campo de concentración varios bancos de parques cercanos que se instalaron en las calles, así como flores, que fueron plantadas a su alrededor. Finalmente, los nazis pusieron en las puertas de algunos barracones falsos carteles en los que podía leerse «colegio» o «biblioteca».
Pero no fue lo único que hicieron. La cruel creatividad de los nazis llegó a ser tal que construyeron en el gueto un parque para los niños más pequeños, llevaron hasta la zona un tiovivo y levantaron edificios tan variopintos como un quiosco para músicos, un centro comunitario y varios campos en los que practicar deporte. Por último, establecieron una ruta cerrada para los delegados de la Cruz Roja y, en las calles por las que estos pasarían, pintaron los edificios con colores chillones y abrieron tiendas en las que los reos debían vender las pertenencias que los soldados les habían arrebatado al entrar.
«Los alemanes amenazaron de muerte a los prisioneros si no cooperaban y les asignaron un papel, les dijeron dónde situarse y cómo comportarse. Les ordenaron que se vistieran con la mejor ropa que tuvieran y se acicalaran. Además, orquestaron la entrega de verdura fresca y pan recién horneado», añade la investigadora. La visita se sucedió el 23 de junio de 1944, pocos días después del Desembarco de Normandía y cuando el régimen alemán empezaba a tambalearse. Que todo saliera a la perfección era de vital importancia para los hombres de Hitler. Y es que, si se descubría lo que pasaba realmente en aquellos lugares, el mundo cargaría sobre ellos con toda su fuerza.
La visita fue perfecta para los nazis, quienes todavía se guardaban una maniobra para convencer al mundo de que Terezín no era ningún campo de concentración, sino un lugar de retiro para los judíos.
«El Ministerio de Propaganda del Tercer Reich, dirigido por Joseph Goebbels, filmó la visita, que duró seis horas, y añadió imágenes de escenas amañadas con la intención de producir y enseñar al mundo una película titulada “El Führer regala a los judíos una ciudad”. Los fragmentos, editados con sumo cuidado y acompañados por música alegre […] ofrecían imágenes de mujeres y hombres sanos que trabajaban fuera del gueto, en herrerías, alfarerías y estudios artísticos. Aparecían fabricando bolsos, cosiendo, o realizando trabajos de carpintería y, cuando finalizaba su jornada, caminaban cogidos de la mano en dirección al gueto para disfrutar de actividades de ocio como leer o hacer punto», añade la escritora.
Los nazis crearon un falso café donde los reos bebían de tazas vacías
Una de las partes más curiosas de este documental fue en la que se obligó a los presos a sentarse en un supuesto restaurante para que la cámara tomase imágenes de ellos bebiendo café. Desde fuera todo parecía alegría, aunque había detalles que llamaban la atención para un ávido observador. El ver hombres y mujeres demasiado delgados bajo trajes de etiqueta o niños devorando ansiosamente su merienda (llevaban meses sin comer) eran solo algunos de ellos.
Un éxito para los nazis
Aunque los presos esperaban que la comitiva (en la que se destacaba Maurice Rossel como representante de la Cruz Roja Internacional) se percatase de aquellos imperceptibles fallos de guión, no tuvieron esa suerte. Por el contrario, el informe de la comitiva, con una extensión de 15 páginas y entregado en julio, fue totalmente favorable al campo y a su forma de actuación.
Todo ello, a pesar de que el comandante alemán se negó a hablar durante la visita de la mortalidad de los judíos en el gueto. «No forma parte de la visita», se limitó a espetar, tal y como afirma la Universidad de Vanderbilt en su informe «The greatest show on Earth: A study of the Red Cross front row seat at the stage of Theresienstadt». Lo mismo sucedió con la comitiva danesa, que habló del «paraíso judío en la Tierra» en su posterior informe sobre la ciudad.
Rossel se deshizo en elogios hacia aquel centro de reclusión, del que le sorprendió que se autoabasteciese sin necesidad del exterior. También habló positivamente de la comida que recibían los judíos, afirmando que no les faltaba de nada y podían disfrutar de manjares como queso, mantequilla y huevos. En su informé explicó a su vez que todos los presentes estaban bien vestidos, disfrutaban de buena salud y apenas trabajaban dos horas al día (por lo que podían dedicar el resto a descansar).
«En general, no deportarán a otro lugar a ninguna de las personas que han traído aquí, explicaba el representante de la Curz Roja. Por otro lado, también señaló que los alojamientos estaban «bastante bien» y eran «relativamente confortables». La conclusión fue tajante: «Nos sorprendió muchísimo descubrir que el gueto era una ciudad donde se desarrollaba prácticamente una vida normal. Esperábamos encontrar algo peor».
El anzuelo había sido mordido. Pero... ¿Qué sucedió con los reos tras la marcha de la comitiva? Tras vivir el que, según dijeron muchos supervivientes tras la contienda, fue el mejor día de sus vidas en Terezín, tuvieron que hacer frente a las consecuencias. «Después de la visita, los alemanes destruyeron, desmantelaron o se llevaron todo lo agradable y atractivo que habían dispuesto. Terezín y sus encarcelados volvieron a su anterior estado ruinoso e incluso redujeron las raciones durante dos días por la comida “adicional” y los lujos que les habían permitido», añade Holden.
Muchos de los niños y adultos que participaron en esta pantomima fueron deportados a Auschwitz en las jornadas siguientes (hasta un total de 5.000 personas) para evitar dejar rastros de lo sucedido.
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