Día 29/08/2015 - 12.39h
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En 1944, Paul Royle (fallecido este viernes a los 101 años) logró escapar de Stalag Luft III a través de un túnel
Hablar de los campos de concentración ideados por los nazis es hablar de una época oscura y de un tiempo que solo implicaba muerte y dolor. Sin embargo, cuando se hace referencia a ellos también se recuerda a algunos reos que, en contra de todo pronóstico, protagonizaron varios intentos de fuga que tenían como objetivo escapar de aquellos lugares dirigidos por diablos con esvásticas. Uno de los más disparatados fue el que se llevó a cabo en el centro de Stalag Luft III (abreviatura de Kriegsgefangenen Lager der Luftwaffe 3), en el que lograron huir tres reos frente a las mismas narices de los soldados de Adolf Hitler tras excavar un túnel de 102 metros.
Aunque esta historia es ampliamente conocida gracias a la película «La gran evasión» (que utilizó los sucesos acaecidos en este campo como base para su guión), la fuga de Stalag Luft III ha vuelto a salir a la luz después de que la muerte de Paul Royle, uno de los militares que logró escapar con vida de aquel lugar y que, en los días siguientes, fue capturado de nuevo por los alemanes. Desgraciadamente, el que fuera en su día un teniente de las fuerzas aéreas aliadas dejó el pasado jueves este mundo tras sufrir varias complicaciones después de ser sometido a una operación de cadera. No obstante, ha fallecido sabiendo que, a sus 101 años, fue uno de los pocos que logró poner en jaque al Tercer Reich.
Un campo para aviadores
Para hallar el origen del Stalag Luft III es necesario viajar hasta la ciudad de Zagan (ubicada en la actualidad al suroeste de Polonia). Y es que, fue en esa región ubicada a menos de 200 kilómetros de Berlín donde la Luftwaffe (la fuerza aérea germana) instauró en mayo de 1942 un campo de concentración en el que recluir a los aviadores británicos y estadounidenses capturados Este lugar fue llamado Kriegsgefangenen Lager der Luftwaffe 3 y formaba parte de un total de seis complejos similares, varios de ellos ideados para albergar a los reos de una nacionalidad determinada.
Lo cierto es que para la ciudad no fue una sorpresa que los nazis levantaran aquel campo de concentración en la zona, pues ya habían visto pasar decenas de ejércitos por la zona. Así lo atestigua el memorial dedicado a estos campos (el «Muzeum obozów jenieckich żagań»), donde se señala que, ya en el año 1813, en la zona murieron decenas de soldados de Napoleón Bonaparte. Lo mismo sucedió en la Primera Guerra Mundial, donde la zona vivó una de las épocas más negras de su historia.
Con todo, hubo que esperar hasta 1942 para que se edificara en esta ciudad uno de los campos de concentración más «seguros» de la contienda. Y es que, escarmentados como estaban los nazis de que los presos trataran de escapar de sus centros de reclusión, decidieron idear un lugar del que fuera imposible huir. Para ello tomaron varias medidas entre las que destacaron elevar los barracones varios centímetros por encima de la tierra (lo que impedía que se construyeran túneles sin que ellos se percatasen) e instalar varios micrófonos sismográficos en los alrededores para evitar que se excavase sin su consentimiento. Por descontado, los guardias vigilarían como águilas a los reos para no tener disgustos innecesarios.
El plan para huir
No obstante, con lo que los alemanes no contaban era con el ingenio de unos presos deseosos de ser libres. A su vez, tampoco tuvieron en cuenta que habían introducido en aquella cárcel a un maestro de las fugas, el soldado británico Roger Bushell, quien contaba con un extenso currículum en lo que a salir por piernas de una prisión se refiere. Este militar, así como otros tantos, formaron un «comité de huidas» (algo muy británico) y pusieron sus cabezas a barruntar un plan que les permitiese escapar de Stalag Luft III. La bombilla se les encendió en 1943, cuando «Big X» (nombre en clave de este militar) decidió que lo mejor sería excavar tres túneles (llamados «Tom», «Dick» y «Harry») a través de los que escaparían 250 de los reos.
Tras seleccionar cuidadosamente los lugares en los que serían emplazados los túneles para no que no fueran descubiertos, comenzó la «obra». «El primero de estos túneles saldría de la chimenea; el segundo, de debajo de los lavabos; y el tercero, de debajo de la base de una estufa. […] Había que aprovechar las únicas construcciones de ladrillo que llegaban hasta el suelo para usarlas como entradas para los túneles», explica el historiador, escritor y periodista Jesús Hernández en su obra «Las 100 mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial». Una vez tomada la decisión, se determinó que los corredores estarían ubicados 10 metros bajo el suelo para evitar las molestas vibraciones de los vehículos alemanes, las cuales podrían hacer que se viniesen abajo.
La construcción empezó de forma sencilla, pero pronto se empezaron a acumular los problemas. El primero de ellos fue la posibilidad de que los túneles se derrumbaran. Para solucionarlo, los presos apuntalaron las paredes con maderas de sus camastros, tablones de los barracones (que no fueran muy visibles) y hasta regaderas. El segundo sobrevino cuando los reos se percataron de que las galerías carecían de ventilación. En este caso su ingenio fue todavía mayor, pues idearon una serie de sistemas de respiración basado en latas viejas y pequeños recovecos de respiración en los propios corredores.
No obstante, todavía les quedaba por superar la mayor de las dificultades. «Repentinamente surgió otro problema. ¿Qué hacer con la tierra extraída? Al principio, se fue almacenando bajo el tejado, pero llegó un momento en el que temieron que pudiera hundirse, así que había que buscar una solución definitiva. [...] Los prisioneros idearon unas bolsas de tela disimuladas a lo largo del pantalón, las llenaban de tierra y, una vez fuera del barracón, las abrían dejándolas caer sobre los zapatos», añade Hernández. La tarea fue árdua, pero un perfecto trabajo de coordinación entre más de 250 personas hizo que el plan saliera a la perfección.
Una masacre que supo a victoria
En esas andaban los presos (excavando a toda la velocidad que podían) mientras los nazis, que tontos no eran, buscaban y buscaban el túnel que sospechaban que había en el campo, pero que no lograban hallar. Al final, la suerte quiso que se toparan con uno de los corredores («Tom») casi por casualidad. Por suerte, no se imaginaban que había otros dos. Los prisioneros, por su parte, decidieron apostar todo a una carta y empezaron a trabajar únicamente en «Harry», dejando a «Dick» como un almacén de tierra. Después de meses de trabajo, el «comité de fugas» dio por finalizado el túnel en marzo de 1944. El resultado era increíble: un corredor de 102 metros de largo que incluía carretas elaboradas con material robado del campo, luz eléctrica y varios respiraderos. Digno, sin duda, del Chapo Guzmán.
La fuga se llevó a cabo el 24 de marzo a las diez y media de la noche. Aquel día, los primeros afortunados se introdujeron en el túnel con esperanzas de hallar su libertad al otro lado. Tan solo debían excavar hacia arriba en el extremo de la galería para encontrar la salida del campo y huir hacia un bosque cercano. Todo parecía ir sobre ruedas cuando, al abrir la tierra, los prisioneros vieron que se habían quedado cortos al elaborar el corredor, pues todavía faltaban unos metros para llegar al abrigo de los árboles. Desde allí eran presa fácil, pero ya no podían volver atrás.
Para saber más: Las tres fugas de una prisión más increíbles de la historia
Así pues, durante horas los reos se arrastraron por el corredor rezando para que los guardias no se percataran de la ingente cantidad de gente que se estaba marchando frente a sus narices. Así hasta las cinco de la mañana, momento en que sonaron las alarmas y los germanos pusieron el campo de concentración patas arriba hasta hallar el corredor. El pánico cundió entonces entre los reclusos, que reaccionaron de difeerntes formas. Los que ya estaban fuera corrieron al bosque. Otros trataron de introducirse sin éxito en el corredor y, finalmente, algunos regresaron al centro por miedo a las represalias.
«De los prisioneros que habían logrado llegar al bosque, 11 se entregaron de inmediato. Los responsables del campo se quedaron estupefactos cuando vieron que faltaban 76 internos», completa el experto español. A la mañana siguiente, cuando los oficiales germanos se enteraron de lo sucedido, se montaron partidas de búsqueda. Así lograron capturar a 73, de los cuales fusilaron a 50. Tan solo lograron escapar tres: Per Bergland, Jens Müller (ambos noruegos) y Bram van der Stok (holandés). Sin embargo, la Historia les recuerda hoy por su hazaña.
Royle, el triste protagonista de este agosto de 2015, logró escapar con aquel grupo de 76 personas, pero fue capturado posteriormente y trasladado de nuevo a Stalag Luft III. La suerte quiso, sin embargo, que no fuese fusilado, por lo que pudo conocer al escritor Paul Brickhill, autor del libro que sirvió como guión para «La Gran Evasión». En los siguientes cinco años, el piloto fue considerado prisionero de guerra, condición que mantuvo hasta que fue liberado y pudo regresar a Australia. Era el penúltimo superviviente de este sangriento intento de fuga.
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