lunes, 31 de agosto de 2015

La batalla de Garellano: el Gran Capitán arrasa a un ejército francés que le dobla en número

Historia Militar / 500 años de su muerte

 
 
 
 

CÉSAR CERVERA / Madrid

Día 01/09/2015 - 05.13h

Nacido un 1 de septiembre de 1453 en Montilla, Gonzalo Fernández de Córdoba alcanzó a ser el más hábil general de su tiempo, capaz de emular una y otra vez el milagro de los panes y los peces con las escasas tropas a su disposición

La verdadera hazaña de Gonzalo Fernández de Córdoba, bautizado por sus tropas y por los enemigos como el Gran Capitán, fue la de estirar a niveles heroicos los exiguos recursos que los Reyes Católicos pusieron en sus manos, frente al pozo sin fondo que era el Reino de Francia, cuya capacidad demográfica era muy superior a Castilla y Aragón juntas. El general castellano se enfrentó así en la mayor parte de los combates a fuerzas superiores y tuvo que recurrir a la audacia y, como ocurrió en la batalla de Garellano, a las ventajas que presentaba el terreno para salir victorioso.
Tras la victoria en Ceriñola en abril de 1503, las esperanzas francesas por arrebatar Nápoles a la Corona de Aragón parecían sepultadas por una buena temporada. Nada más lejos de la realidad. Una vez resuelto un conato de motín en Melfi, el Gran Capitán y su ejército se dirigieron a la ciudad de Nápoles, donde tomaron por asalto las fortalezas de Castell Nuovo y Castell dell’Ovo, todavía en manos francesas. El siguiente objetivo del general castellano fue tomar la plaza fuerte de Gaeta, al noroeste del Reino de Nápoles. No obstante, como otras tantas veces en la historia de los enfrentamientos entre España y Francia, el propio Rey Luis XII sacó recursos de la nada y preparó un contraataque para levantar el sitio de la Gaeta. Francia demostraba una vez más que era una criatura semejante a la mitológica hidra: cada vez que el Gran Capitán derrotaba un ejército, brotaban dos cabezas.

Garellano consume las fuerzas españolas

Atrapado precisamente entre dos ejércitos franceses, Gonzalo se replegó hacia el este del río Garellano, en cuyas cercanías ocupó varias plazas –Montecasino, San Germano y Roccaseca–, y esperó a los galos en la orilla contraria. Si bien los franceses tenían acceso a suministros a través del mar, los españoles sufrieron la escasez de comida y las insalubres condiciones de la zona. La pantanosa posición española extendió numerosas enfermedades, entre ellas lo que entonces se llamaba fiebres tercianas (hoy paludismo), que también afectaron a Gonzalo Fernández y años después causó su muerte. Se da la paradoja histórica de que otro genio militar que hizo diabluras en la península itálica, el cartaginés Aníbal Barca, sufrió de igual manera los estragos de las zonas pantanosas de Garellano. La desesperada situación se prolongó durante seis meses con una guerra de desgaste, organizada por el comandante el marqués de Matua, que el Gran Capitán estaba perdiendo lentamente.
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Retrato de Luis XII
A finales del verano, los franceses trataron de cruzar el río uniendo un grupo de barcazas cerca del puente de Sessa, destruido recientemente, pero en una defensa desesperada los españoles lograron resistir el ataque. El empeño de Gonzalo Fernández de Córdoba por mantener la posición a pesar de los problemas logísticos, el mal tiempo y su inferioridad numérica tuvo como recompensa el envío de refuerzos, sobre todo, gracias a los movimientos diplomáticos de Fernando «El Católico», que cerró un acuerdo con la poderosa familia de los Orsini para que el condotiero italiano Bartolomeo d'Alviano condujera un ejército a sumarse a los españoles. Tras simular un repliegue hacia el Volturno, el Gran Capitán hizo creer al marqués de Saluzzo, que encabezaba las huestes francesas como relevo del poco acertado marqués de Matua, que había ganado definitivamente la contienda. El francés relajó entonces la vigilancia, movió soldados hacia retaguardia e incluso autorizó una tregua navideña para los días 25 y 26 de diciembre, al término de la cual, los franceses, que ya no esperaban una ofensiva enemiga.
No obstante, las verdaderas intenciones del castellano eran salvar el río mediante un improvisado puente de pontones ensamblados entre sí, lo cuales fueron fabricados de forma secreta en el castillo de Mondragone bajo la dirección de Juan de Lezcano. El marino guipuzcoano –que la famosa obra «La Crónica del Gran Capitán» describe como «un varón de mucha virtud por la mar y aun por la tierra (...) tan bien afortunado que siempre salía en todas sus refriegas victorioso»– no falló a su fama y cumplió con diligencia el encargo del Capitán. Las piezas del puente se trasladarían en mulas hasta el lugar del cruce, donde fueran unidas apresuradamente bajo las instrucciones del ingeniero y capitán Pedro Navarro. La estructura era muy sencilla pero resistente, formada por tres tramos de pontón que estaba apoyadas sobre ruedas de carros y barcas y unidos por cadenas.

La ocurrencia de Pedro Navarro y Lezcano

Más allá del factor sorpresa, el Gran Capitán seguía lastrado por una clara inferioridad numérica y de recursos: frente a los 25.000 hombres entre infantes y caballería y 40 cañones del marqués de Saluzzo, los españoles no reunían ni siquiera 15.000 soldados. Por ello, el ingenio iba a ser imprescindible va obtener la victoria. El 28 de diciembre, cuando ya había expirado la tregua, el puente se encontraba listo y Gonzalo Fernández de Córdoba dividió su ejército en tres cuerpos: el grueso de la caballería al mando de d’Alviano, que debía cruzar en primer lugar; un cuerpo central con el propio Córdoba y sus principales capitanes, que atravesaría la estructura en segundo lugar; y una retaguardia capitaneada por Fernando de Andrade y Diego de Mendoza, que atravesaría el puente cuando existiera la garantía de que la contienda estaba resultando un éxito.
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Bartolomeo d'Alviano, por Giovanni Bellini
Al frente de unos 3.000 jinetes ligeros, d’Alviano pilló por sorpresa a las principales fortificaciones francesas y a sus guardias, algunos todavía borrachos de la noche anterior, que no pudieron hacer nada ante el avance español que los arrolló. Asegurada la cabeza del puente, los oficiales Pedro Navarro, García Paredes «El gigante extremo», Gonzalo Pizarro (padre del conquistador Francisco Pizarro), Zamudio y Villalba condujeron a 3.500 rodeleros y arcabuceros a la orilla francesa. Le siguió la caballería pesada de Prospero Colonna, con más de 200 jinetes, e incluso parte de la retaguardia dirigida por Diego de Mendoza. Por último, el Gran Capitán con su guardia y 2.000 lansquenetes alemanes. Se dice, no en vano, que tras el paso de los lansquenetes el puente cedió, dejando una sola opción a los españoles: vencer o perecer en esa orilla.
Entre las tropas españolas cundió parcialmente el miedo, sobre todo al percatarse de que Fernando de Andrade no había podido cruzar el puente. La situación de crisis se acrecentó aún más cuando el caballo de Gonzalo Fernández de Córdoba trastabilló y lanzó al general contra el barro. «¡Ea, amigos, pues si la tierra nos abraza, es que bien nos quiere!», afirmó el Gran Capitán, en una frase entre la realidad y el mito, que buscaba tranquilizar a los siempre supersticiosos soldados. A continuación, el castellano ordenó a d’Alviano que avanzara trazando un arco hasta el puente de la Mola, que abría el camino hacia Gaeta, mientras sus tropas se dirigían directamente al campamento francés. Andrade quedó consignado a la tarea de seguir a la infantería desde la otra orilla hasta encontrar un paso.
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Lansquenete con su esposa. Grabado de Daniel Hopfer
Esa misma noche, Saluzzo recibió noticias del avance español y decidió, como había previsto el Gran Capitán, retirarse hacia Gaeta a través del puente de la Mola. El repliegue se produjo de noche, bajo una tormenta y con los españoles pisándoles los talones. El movimiento envolvente del general castellano funcionó a la perfección. Pese a su inferioridad numérica, los españoles pusieron en fuga a prácticamente la totalidad del ejército francés, que apenas renió valor para presentar resistencia. Una de las honrosas excepciones francesas fue Pierre Terraill, conocido como el caballero Bayardo, que consiguió presentar una defensa férrea hasta el anochecer al frente de la caballería pesada.
A pesar de contar con escasos caballeros, el caballero Bayardo acometió con tanto ímpetu a los jinetes de Colonna, que los hizo retroceder atropelladamente hasta topar con la columna de infantería dirigida por Córdoba que marchaba a continuación. Cundió el desconcierto entre las primeras filas de ésta, compuestas por lansquenetes, que quedaron inmóviles sin saber cómo reaccionar. Abriéndose paso a caballo entre ellos, el Gran Capitán consiguió organizarlos en un cuadro para hacer frente a la siguiente carga de caballería que lanzó Bayardo. En los siguientes asaltos, el francés no pudo superar a los piqueros germanos, cuyas formaciones se caracterizaban por su robustez y disciplina, y perdió a la mayoría de sus hombres en el embate.

Un movimiento definitivo en la guerra

En total, los franceses registraron 8.000 bajas entre prisioneros y muertos en esa jornada. A los pocos días, los que habían conseguido llegar finalmente a la ciudadela de Gaeta también capitularon ante el cerco, permitiéndoseles la libre salida a cambio de prisioneros españoles. El hostigamiento de la población local y la falta de suministros hicieron que, finalmente, solo un tercio del ejército francés consiguiera regresar a casa con vida. Tras el desastre, Luis XII se vio obligado a firmar una tregua con los Reyes Católicos y, pocos meses después, el tratado de Lyon, donde ponía fin oficialmente a la Segunda Guerra de Italia, reconociendo a Fernando «El Católico» su posesión sobre el Reino de Nápoles.
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Fernando II de Aragón
y V de Castilla
Garellano fue la última batalla que dirigió personalmente Gonzalo Fernández de Córdoba. Con la muerte de la Reina Isabel –máxima valedora del general castellano–, Fernando «El Católico» remplazó en 1507 al Gran Capitán como virrey de Nápoles, probablemente haciendo caso de los rumores maliciosos que acusaban al cordobés de corrupto. Ambos regresaron en la misma comitiva a España, en el caso del general después de una década fuera de la península. Aquí, el cordobés buscó sin éxito ser nombrado Maestre de la Orden de Santiago y volver a ponerse al frente de los ejércitos del Rey. El aragonés creía que el Gran Capitán ya había sido convenientemente recompensado y lo puso en la nevera política. Murió años después en Loja (Granada) a causa de un brote de las fiebres que empezaron junto al Garellano.

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