Desde la ilegalidad no se puede construir nada que aspire a tener legitimidad
La ilegalidad no proporciona legitimidad, por más que sus promotores se encuentren con una victoria electoral en el camino. Los atajos o los fraudes de ley son inadmisibles, sean normas transitorias o propuestas para desconectarse de la legalidad española que lleven a la ruptura constitucional. Lejos de reducirse a un problema formal o una preocupación juridicista, el fondo del asunto es el necesario respeto a la ley que caracteriza a las sociedades civilizadas.
La dinámica en que Artur Mas lleva embarcado desde 2012 —cuando perdió respaldo electoral tras anticipar los comicios en más de dos años— se ha basado en la creación permanente de sucesos y operaciones tacticistas con las que tensa cada vez más la cuerda. Favorecido por las dificultades de sus adversarios para organizar una alternativa sólida, su estrategia actual persigue obtener la mayoría relativa de los votos en las urnas autonómicas del 27 de septiembre y lograr un efecto de arrastre sobre las elecciones generales, de forma que se incremente la cuota de independentistas entre el casi medio centenar de diputados que Cataluña envía al Congreso.
Estamos ante la enésima pirueta del presidente de la Generalitat de Cataluña para sobrevivir políticamente. Sin embargo (y salvando todas las distancias), el caso de Alexis Tsipras demuestra los límites de las maniobras: en medio de las tensiones con el conjunto de la UE, y singularmente con los países del euro, el primer ministro griego organizó y ganó un referéndum que solo le sirvió para asumir un plan europeo más duro que el planteado inicialmente.
Por supuesto que las votaciones son la base de la democracia, a condición de no confundir deliberadamente a los electores. Una cosa es que el principio esencial radique en la capacidad de los ciudadanos de guiar la dirección de la política; y otra, que los líderes engañen o confundan a los votantes con simplezas que aumentan la frustración y multiplican las dificultades a la hora de gestionar las situaciones de crisis. Todo ello se complica aún más con los llamamientos a saltarse la legalidad, lo cual puede perjudicar gravemente a los catalanes, pero también al conjunto de los españoles.
La legalidad tampoco es una trinchera desde la que defender el inmovilismo, sino la base para quienes se reconocen como partidarios de una organización de la convivencia que dé seguridad a los ciudadanos. Puede cambiarse a través del diálogo y del pacto, nunca por medio de decisiones unilaterales. No hay que organizar una guerra entre legalidad y legitimidad, sino, en su caso, partir de aquella si se pretende obtener esta.
Es verdad que, por el momento, las declaraciones a las que hemos asistido en los últimos días no pasan de la fase de intenciones o de proyecto, destinada a la agitación electoral. Pero Mas debe tener muy claro que existen límites en la determinación de lo que puede debatirse y acordarse en las instituciones autonómicas. En ellas no caben propuestas que vulneren principios constitucionales, como el que atribuye la soberanía al pueblo español, “del que emanan los poderes del Estado”.
El presidente de la Generalitat de Cataluña debería tenerlo muy en cuenta, puesto que no en vano es la primera autoridad del Estado en Cataluña: una característica que define los márgenes de los que dispone para manejar legítimamente la autonomía
La dinámica en que Artur Mas lleva embarcado desde 2012 —cuando perdió respaldo electoral tras anticipar los comicios en más de dos años— se ha basado en la creación permanente de sucesos y operaciones tacticistas con las que tensa cada vez más la cuerda. Favorecido por las dificultades de sus adversarios para organizar una alternativa sólida, su estrategia actual persigue obtener la mayoría relativa de los votos en las urnas autonómicas del 27 de septiembre y lograr un efecto de arrastre sobre las elecciones generales, de forma que se incremente la cuota de independentistas entre el casi medio centenar de diputados que Cataluña envía al Congreso.
Estamos ante la enésima pirueta del presidente de la Generalitat de Cataluña para sobrevivir políticamente. Sin embargo (y salvando todas las distancias), el caso de Alexis Tsipras demuestra los límites de las maniobras: en medio de las tensiones con el conjunto de la UE, y singularmente con los países del euro, el primer ministro griego organizó y ganó un referéndum que solo le sirvió para asumir un plan europeo más duro que el planteado inicialmente.
Por supuesto que las votaciones son la base de la democracia, a condición de no confundir deliberadamente a los electores. Una cosa es que el principio esencial radique en la capacidad de los ciudadanos de guiar la dirección de la política; y otra, que los líderes engañen o confundan a los votantes con simplezas que aumentan la frustración y multiplican las dificultades a la hora de gestionar las situaciones de crisis. Todo ello se complica aún más con los llamamientos a saltarse la legalidad, lo cual puede perjudicar gravemente a los catalanes, pero también al conjunto de los españoles.
La legalidad tampoco es una trinchera desde la que defender el inmovilismo, sino la base para quienes se reconocen como partidarios de una organización de la convivencia que dé seguridad a los ciudadanos. Puede cambiarse a través del diálogo y del pacto, nunca por medio de decisiones unilaterales. No hay que organizar una guerra entre legalidad y legitimidad, sino, en su caso, partir de aquella si se pretende obtener esta.
Es verdad que, por el momento, las declaraciones a las que hemos asistido en los últimos días no pasan de la fase de intenciones o de proyecto, destinada a la agitación electoral. Pero Mas debe tener muy claro que existen límites en la determinación de lo que puede debatirse y acordarse en las instituciones autonómicas. En ellas no caben propuestas que vulneren principios constitucionales, como el que atribuye la soberanía al pueblo español, “del que emanan los poderes del Estado”.
El presidente de la Generalitat de Cataluña debería tenerlo muy en cuenta, puesto que no en vano es la primera autoridad del Estado en Cataluña: una característica que define los márgenes de los que dispone para manejar legítimamente la autonomía
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