Defensa: el debate del que no se quiere hablar
En España, la cicatería de todos los gobiernos ha situado el presupuesto de defensa español muy por debajo de la media de nuestros aliados.
A lo largo de la Historia, cuando las cosas se ponían feas y los planes chocaban con la realidad del campo de batalla, los generales solían pedir tres cosas a sus jefes políticos: más soldados, más tiempo y más dinero. Y es que en temas concernientes a la política de defensa, poco se ha avanzado. Se sigue pidiendo más. Siempre. Particularmente agudo es el caso de España, donde la cicatería de todos los gobiernos ha situado el presupuesto de defensa español muy por debajo de la media de nuestros aliados.
"Hacer más con menos" se ha revelado como una una fórmula tan sonora como vacía, especialmente cuando el menos no se refiere a un periodo de tiempo breve, sino que se alarga durante años y años, como es nuestro caso. Y, sin embargo, la solución a los males esenciales de nuestra defensa nacional no pasa necesariamente por incrementar el gasto militar. Ni todo se soluciona con más dinero ni el dinero solucionará los males de nuestra defensa. De hecho, hay tres medidas imprescindibles para la mejora de la defensa española que no conllevan ni fuertes inversiones ni aumento de los presupuestos de defensa.
La primera, devolver al militar la moral y el orgullo de ser la pieza esencial para el combate y la victoria y hacer que la sociedad participe de ese sentimiento. Es verdad que encuesta tras encuesta las Fuerzas Armadas obtienen una de las valoraciones más alta como institución por parte de los españoles. Pero no es menos cierto que esos mismos encuestados se oponen con vehemencia a subir el gasto militar. Y al uso de la fuerza armada. Y todo ello en la misma encuesta. Desde los sucesivos gobiernos suele achacarse esa esquizofrenia a la falta de cultura o conciencia de defensa en España. Pero esa no es la causa última. Al contrario, nosotros creemos que los españoles no quieren invertir en su defensa porque no ven a los militares como los garantes de la misma. Es decir, que las actividades que realizan, sobre todo las de carácter humanitario, son aceptadas a la vez que desconectadas de la defensa. La defensa debe ser otra cosa.
Y en buena medida, esa desconexión ha venido provocada por las misiones de paz, que se han convertido en una auténtica trampa para nuestra defensa y nuestros propios militares. En su origen fueron una herramienta fácil y atractiva para lavar la cara de los ejércitos ante la ciudadanía. Pero a la larga se han convertido en un elemento distorsionador que impide que los españoles sepan de verdad lo que nos jugamos con nuestra defensa y el sacrificio que ello supone.
Con el tiempo, las misiones de paz en el exterior se han convertidos para las Fuerzas Armadas en una rutina y en un negocio. Rutina porque se da por sentado que gracias a las partidas extraordinarias se van a mantener todo tipo de gastos sine die; negocio porque gracias a dichas partidas extraordinarias se compensan partidas que no tienen financiación y se pueden adquirir sistemas y servicios que de otra manera sería imposible. Y negocio también para quien participa en ellas, ya que nuestros militares encuentran en las misiones unos pluses económicos que, en nuestro caso, son muy superiores a los de nuestros aliados.
Todo esto genera problemas de transparencia y gestión, pero no es lo fundamental. La peor consecuencia es la mentalidad última de que los ejércitos no están para combatir, matar y morir, algo que repulsa a buena parte de los españoles, sino para salvar las vidas de los emigrantes en el Mediterráneo, ayudar a construir puentes y carreteras o repatriar enfermos de évola. Es decir que una fragata pasa de ser un buque de guerra y de combate, a convertirse en un hospital de primeros auxilios y un ferry para los civiles. Un avión pasa de trasladar tropas a repatriar cooperantes o periodistas. Todo ello en nombre de la defensa.
Vivimos, es innegable, en una sociedad española que es a la vez pacifista y post-heroíca. O sea, post-militar. Tendencia impulsada con una política de defensa que lleva décadas centrada en actuaciones y misiones también post-militares. Por eso perseverar en esa tendencia sólo puede llevar a una mayor marginalidad de la institución militar, vía desvirtualizacioón. Lo que urge hacer es cambiar de rumbo, hacer lo contrario. Revalorizar lo militar. Ser militar no es una profesión cualquiera. A los soldados se les exige, llegada la necesidad, que por el bien del interés nacional estén dispuestos a matar y a morir. La lógica del combate, de la guerra, ni debe ni puede ser la de la paz. Y por eso su formación, sus valores básicos, su entrenamiento, tampoco. En lugar de promover la civilización de la educación militar y su disolución en otras actividades, se debería hacer lo contrario: evitarlas. No necesitamos funcionarios ni cooperantes: necesitamos soldados. Como decía Clausewitz, se trata de valores morales. Al militar no hay que hacerle perder sus señas de identidad: hay que reforzarlas.
La segunda, es hora de asumir el lema "España primero". Si uno mira con cierto detenimiento la evolución de la defensa nacional, sólo puede concluir que los gobiernos, el Ministerio de Defensa y los cuarteles generales de los tres ejércitos han ido progresivamente haciendo outsourcing de nuestra seguridad y defensa. Nada hay que no pase por un plan combinado y conjunto a través de la OTAN u otros organismos multinacionales. Nuestro objetivo máximo es contribuir a la seguridad colectiva, con la esperanza de que sea ella la que nos cubra a nosotros: que nuestros aliados nos socorran cuando sea necesario.
Pues bien, aunque no sea posible ni deseable para una potencia mínima como España ser absolutamente autárquica en materia de seguridad y defensa, no es menos cierto que hoy las alianzas militares a las que pertenecemos se encuentran en plena crisis, tanto de solidaridad como de capacidades de sus miembros. Pese a los discursos oficiales, es la división estratégica y no la convergencia es lo que aumenta. A la vez que lo hacen amenazas que difícilmente van a ser compartidas por todos. Es necesario ser sinceros, no engañar y no engañarse. España patrulla el báltico porque es la única forma que tienen nuestros hombres de hacer horas de vuelo. Nada hay a cambio, y nadie va a venir a socorrernos si sus intereses se ven más dañados por la inacción que por la solidaridad.
Por todas partes hay un proceso de renacionalización de las estrategias a seguir, salvo en España. La pertenencia a estas organizaciones ha generado también una lógica erosionados. A los gobiernos y a los militares les ha venido tan bien pertenecer a estructuras multinacionales que poco se ha salvado en la preservación de los intereses nacionales. Aún peor: éstos están en realidad ahora más en manos de los diplomáticos y menos de los militares. Se acelera así por esta vía también el proceso de desmilitarización.
Hay que renacionalizar nuestra planificación de defensa con urgencia. Y hay que buscar soluciones nacionales y propias frente aquellas amenazas a las que con toda probabilidad nos encontraremos solos. No hay más opción. Lo contrario puede darnos muchos puestos de mando y de relumbrón en oficinas y cuarteles de medio mundo, o colocar a numerosos oficiales en puestos atractivos lejos de nuestras fronteras. Pero eso no es defensa nacional. Como mucho política de personal o de promoción del personal.
Y este es el tercer punto a cambiar: España nunca ha tenido una política de defensa que responsa a ese nombre. Como mucho ha tenido una política militar esencialmente orientada a la política de personal, de satisfacción laboral del personal militar, en especial de oficiales y oficiales generales. La industria de defensa ha gozado durante unos años de una política de defensa industrial, pero eso tampoco es política de defensa como tal, en la medida en que responde a otros objetivos, tecnológicos, laborales, o presupuestarios. Pero no necesariamente a los de defensa.
Por encima de todo ello, la Estrategia de Seguridad Nacional es un batiburrillo poco ejecutivo. Su fin, que había sido durante años reclamado por el GEES en solitario, era poner cierto orden entre todas las estructuras del Estado. Pero acabó naufragando por su filosofía adoptada del más simple buenismo y del consenso burocrático. Hoy está agotada, y hace más mal que bien a la seguridad y la defensa. En su lugar, hay que poner en marcha es un proceso en el que se destilen las ambiciones de defensa de España, es decir, qué objetivos nacionales se deben conseguir o preservar mediante el uso directo de nuestras fuerzas armadas; analizar las estructuras orgánicas y los medios requeridos para alcanzarlos; y presupuestarlos. Justo el proceso contrario al habitual.
Por fortuna, y por eso creemos que este ejercicio se puede culminar con éxito sin gastar más, pasamos por un momento en el que las amenazas a nuestro bienestar y prosperidad no pasan por una agresión armada de los ejércitos de nuestros vecinos. No parece que nadie vaya a intentar invadirnos de manera inmediata. Los ataques terroristas requieren más que ejércitos y, de hecho, en estos momentos, su prevención báscula más en los cuerpos de seguridad del Estado que en las Fuerzas Armadas, que aunque sí podrían contribuir decisivamente a eliminar dicha amenaza, ni se lo plantean. Esta situación de relativa calma militar abre la ventana para esa reforma integral.
Despojados de misiones inútiles, de mentalidades buenitas, de espíritus perezosos, queda la evidencia de que más nos valdría una defensa basada en unos cuerpos más pequeños, pero verdaderamente operativos y en consonancia con lo que se quiere de ellos. En nuestro caso, creemos que los ejércitos deben estar para combatir cuando sea necesario y garantizar la victoria. Se pueden definir las misiones y se pueden asignar los medios, humanos y materiales. Los ejércitos no están para lo que se dedican a hacer ahora. No es necesario más dinero, sino nuevas ideas. Pero estas son algo de lo que nadie quiere hablar.
"Hacer más con menos" se ha revelado como una una fórmula tan sonora como vacía, especialmente cuando el menos no se refiere a un periodo de tiempo breve, sino que se alarga durante años y años, como es nuestro caso. Y, sin embargo, la solución a los males esenciales de nuestra defensa nacional no pasa necesariamente por incrementar el gasto militar. Ni todo se soluciona con más dinero ni el dinero solucionará los males de nuestra defensa. De hecho, hay tres medidas imprescindibles para la mejora de la defensa española que no conllevan ni fuertes inversiones ni aumento de los presupuestos de defensa.
La primera, devolver al militar la moral y el orgullo de ser la pieza esencial para el combate y la victoria y hacer que la sociedad participe de ese sentimiento. Es verdad que encuesta tras encuesta las Fuerzas Armadas obtienen una de las valoraciones más alta como institución por parte de los españoles. Pero no es menos cierto que esos mismos encuestados se oponen con vehemencia a subir el gasto militar. Y al uso de la fuerza armada. Y todo ello en la misma encuesta. Desde los sucesivos gobiernos suele achacarse esa esquizofrenia a la falta de cultura o conciencia de defensa en España. Pero esa no es la causa última. Al contrario, nosotros creemos que los españoles no quieren invertir en su defensa porque no ven a los militares como los garantes de la misma. Es decir, que las actividades que realizan, sobre todo las de carácter humanitario, son aceptadas a la vez que desconectadas de la defensa. La defensa debe ser otra cosa.
Y en buena medida, esa desconexión ha venido provocada por las misiones de paz, que se han convertido en una auténtica trampa para nuestra defensa y nuestros propios militares. En su origen fueron una herramienta fácil y atractiva para lavar la cara de los ejércitos ante la ciudadanía. Pero a la larga se han convertido en un elemento distorsionador que impide que los españoles sepan de verdad lo que nos jugamos con nuestra defensa y el sacrificio que ello supone.
Con el tiempo, las misiones de paz en el exterior se han convertidos para las Fuerzas Armadas en una rutina y en un negocio. Rutina porque se da por sentado que gracias a las partidas extraordinarias se van a mantener todo tipo de gastos sine die; negocio porque gracias a dichas partidas extraordinarias se compensan partidas que no tienen financiación y se pueden adquirir sistemas y servicios que de otra manera sería imposible. Y negocio también para quien participa en ellas, ya que nuestros militares encuentran en las misiones unos pluses económicos que, en nuestro caso, son muy superiores a los de nuestros aliados.
Todo esto genera problemas de transparencia y gestión, pero no es lo fundamental. La peor consecuencia es la mentalidad última de que los ejércitos no están para combatir, matar y morir, algo que repulsa a buena parte de los españoles, sino para salvar las vidas de los emigrantes en el Mediterráneo, ayudar a construir puentes y carreteras o repatriar enfermos de évola. Es decir que una fragata pasa de ser un buque de guerra y de combate, a convertirse en un hospital de primeros auxilios y un ferry para los civiles. Un avión pasa de trasladar tropas a repatriar cooperantes o periodistas. Todo ello en nombre de la defensa.
Vivimos, es innegable, en una sociedad española que es a la vez pacifista y post-heroíca. O sea, post-militar. Tendencia impulsada con una política de defensa que lleva décadas centrada en actuaciones y misiones también post-militares. Por eso perseverar en esa tendencia sólo puede llevar a una mayor marginalidad de la institución militar, vía desvirtualizacioón. Lo que urge hacer es cambiar de rumbo, hacer lo contrario. Revalorizar lo militar. Ser militar no es una profesión cualquiera. A los soldados se les exige, llegada la necesidad, que por el bien del interés nacional estén dispuestos a matar y a morir. La lógica del combate, de la guerra, ni debe ni puede ser la de la paz. Y por eso su formación, sus valores básicos, su entrenamiento, tampoco. En lugar de promover la civilización de la educación militar y su disolución en otras actividades, se debería hacer lo contrario: evitarlas. No necesitamos funcionarios ni cooperantes: necesitamos soldados. Como decía Clausewitz, se trata de valores morales. Al militar no hay que hacerle perder sus señas de identidad: hay que reforzarlas.
La segunda, es hora de asumir el lema "España primero". Si uno mira con cierto detenimiento la evolución de la defensa nacional, sólo puede concluir que los gobiernos, el Ministerio de Defensa y los cuarteles generales de los tres ejércitos han ido progresivamente haciendo outsourcing de nuestra seguridad y defensa. Nada hay que no pase por un plan combinado y conjunto a través de la OTAN u otros organismos multinacionales. Nuestro objetivo máximo es contribuir a la seguridad colectiva, con la esperanza de que sea ella la que nos cubra a nosotros: que nuestros aliados nos socorran cuando sea necesario.
Pues bien, aunque no sea posible ni deseable para una potencia mínima como España ser absolutamente autárquica en materia de seguridad y defensa, no es menos cierto que hoy las alianzas militares a las que pertenecemos se encuentran en plena crisis, tanto de solidaridad como de capacidades de sus miembros. Pese a los discursos oficiales, es la división estratégica y no la convergencia es lo que aumenta. A la vez que lo hacen amenazas que difícilmente van a ser compartidas por todos. Es necesario ser sinceros, no engañar y no engañarse. España patrulla el báltico porque es la única forma que tienen nuestros hombres de hacer horas de vuelo. Nada hay a cambio, y nadie va a venir a socorrernos si sus intereses se ven más dañados por la inacción que por la solidaridad.
Por todas partes hay un proceso de renacionalización de las estrategias a seguir, salvo en España. La pertenencia a estas organizaciones ha generado también una lógica erosionados. A los gobiernos y a los militares les ha venido tan bien pertenecer a estructuras multinacionales que poco se ha salvado en la preservación de los intereses nacionales. Aún peor: éstos están en realidad ahora más en manos de los diplomáticos y menos de los militares. Se acelera así por esta vía también el proceso de desmilitarización.
Hay que renacionalizar nuestra planificación de defensa con urgencia. Y hay que buscar soluciones nacionales y propias frente aquellas amenazas a las que con toda probabilidad nos encontraremos solos. No hay más opción. Lo contrario puede darnos muchos puestos de mando y de relumbrón en oficinas y cuarteles de medio mundo, o colocar a numerosos oficiales en puestos atractivos lejos de nuestras fronteras. Pero eso no es defensa nacional. Como mucho política de personal o de promoción del personal.
Y este es el tercer punto a cambiar: España nunca ha tenido una política de defensa que responsa a ese nombre. Como mucho ha tenido una política militar esencialmente orientada a la política de personal, de satisfacción laboral del personal militar, en especial de oficiales y oficiales generales. La industria de defensa ha gozado durante unos años de una política de defensa industrial, pero eso tampoco es política de defensa como tal, en la medida en que responde a otros objetivos, tecnológicos, laborales, o presupuestarios. Pero no necesariamente a los de defensa.
Por encima de todo ello, la Estrategia de Seguridad Nacional es un batiburrillo poco ejecutivo. Su fin, que había sido durante años reclamado por el GEES en solitario, era poner cierto orden entre todas las estructuras del Estado. Pero acabó naufragando por su filosofía adoptada del más simple buenismo y del consenso burocrático. Hoy está agotada, y hace más mal que bien a la seguridad y la defensa. En su lugar, hay que poner en marcha es un proceso en el que se destilen las ambiciones de defensa de España, es decir, qué objetivos nacionales se deben conseguir o preservar mediante el uso directo de nuestras fuerzas armadas; analizar las estructuras orgánicas y los medios requeridos para alcanzarlos; y presupuestarlos. Justo el proceso contrario al habitual.
Por fortuna, y por eso creemos que este ejercicio se puede culminar con éxito sin gastar más, pasamos por un momento en el que las amenazas a nuestro bienestar y prosperidad no pasan por una agresión armada de los ejércitos de nuestros vecinos. No parece que nadie vaya a intentar invadirnos de manera inmediata. Los ataques terroristas requieren más que ejércitos y, de hecho, en estos momentos, su prevención báscula más en los cuerpos de seguridad del Estado que en las Fuerzas Armadas, que aunque sí podrían contribuir decisivamente a eliminar dicha amenaza, ni se lo plantean. Esta situación de relativa calma militar abre la ventana para esa reforma integral.
Despojados de misiones inútiles, de mentalidades buenitas, de espíritus perezosos, queda la evidencia de que más nos valdría una defensa basada en unos cuerpos más pequeños, pero verdaderamente operativos y en consonancia con lo que se quiere de ellos. En nuestro caso, creemos que los ejércitos deben estar para combatir cuando sea necesario y garantizar la victoria. Se pueden definir las misiones y se pueden asignar los medios, humanos y materiales. Los ejércitos no están para lo que se dedican a hacer ahora. No es necesario más dinero, sino nuevas ideas. Pero estas son algo de lo que nadie quiere hablar.
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