Venden sus pertenencias por Internet y sufren secuelas psicológicas tras décadas de oficio. Estas son sus historias.
A Carlos, su trabajo como escolta le costó todo. Perdió a su mujer, se encontró asfixiado económicamente y la experiencia de vivir un atentado en primera persona le abrió una herida psicológica que nunca ha cerrado. Protegió a concejales y empresarios vascos de los zarpazos de ETA. Llegaba a casa “con las piernas temblando” tras jornadas extenuantes. Ahora subsiste gracias a una pensión que obtuvo tras diagnosticarle un trastorno de ansiedad fóbica. “Hay noches que en la cama revivo aquella explosión, como si estuviese ocurriendo de nuevo”, suspira. Ahora subsiste con una pensión que tuvo que pelear en los tribunales. Una suerte que no corren otros compañeros: “Muchos venden lo que tienen por Internet para llegar a fin de mes”.
Carlos, que ronda la cuarentena, ejerció durante diez años como escolta. La mayoría de ellos, en un municipio de Vizcaya. Prefiere no desvelar el nombre de la localidad “para que la gente no hile cabos y no me señalen”. La identidad que refleja en este reportaje también ha sido distorsionada. “Todavía vivo en un pueblo en el que todo el mundo se conoce y lo único que me falta es que sepan esta parte de mi vida -advierte-. Porque ya no matan, pero sus miradas sí que lo hacen”.
Todo giraba en torno a la vida de su protegido. Su sueldo iba entre los 2.500 y los 3.100 euros mensuales. “Pero que eso no llame a engaño”, apunta Carlos. Porque, según sus cuentas, había meses en los que trabajaba los 30 días, con jornadas que en ocasiones rozaban las 18 horas. “A veces no llegaba ni a cinco euros la hora -sostiene-. Y siempre con la tensión permanente de jugarme la vida”.
El escolta considera que el trabajo le costó la separación: “Cuando llegaba a casa estaba muerto. Mi mujer me decía si quería salir a tomar algo o a cenar, pero siempre le decía que no. ¡No podía ni moverme!”. A eso, añade, hay que sumar las jornadas laborales que se alargaban inesperadamente: “Si el escoltado quería salir a tomar una copa, no quedaba más remedio que seguirlo. Muchas veces van a locales nocturnos y cómo explicas en casa que, en vez de estar allí, tienes que irte de bares”.
Las rodillas de Carlos terminaron torcidas por las horas que tenía que estar en pie. Además, ganó peso tras años comiendo comida rápida: “Era lo único que podíamos hacer, porque a menudo nos llamaban en mitad del almuerzo y teníamos que dejar todo a medias”. Aquello también afectó a sus problemas en las piernas.
Pero la herida más profunda del escolta está en su cabeza. “La explosión cambió mi vida”, asegura, en referencia a un atentado perpetrado por ETA contra un edificio institucional. Siguiendo el mismo criterio anterior, tampoco quiere que figuren detalles sobre este suceso. “No quiero que me relacionen”. Pero lo que sí explica Carlos es que la onda expansiva alcanzó su coche y, que por un momento, se temió lo peor: “Sigo reviviendo aquel momento cuando me voy a la cama”.
Con todo, apunta que otros compañeros de profesión han terminado peor, “con una mano delante y otra detrás”: “A muchos les prometieron que los reubicarían en prisiones, pero han sido muy pocos”. Otros consiguieron trabajos a las puertas de las discotecas. Pero a la mayoría no le quedó otra salida que el paro. Y, con el tiempo, el fin de las prestaciones. “Tengo amigos que están vendiendo sus pertenencias por Wallapop -una app que permite la compraventa de objetos entre particulares-. Venden sus gafas de sol, su ropa… están asfixiados económicamente”.
“No he encontrado nada desde que perdí mi trabajo como escolta”, reconoce Ángel. Como Carlos, también ronda los 40 años y cuenta su historia bajo un nombre ficticio. Le pesa hablar sobre su situación actual: de vivir en una buena vivienda en el corazón de Bilbao, a volver al piso de su madre en Madrid. “No me quedaba otra. Era eso, o la calle -explica-. Algunos estamos en una situación casi de indigencia, sin poder pagar las letras. Subsistimos gracias a las ayudas de familiares y amigos”.
Ángel se reconoce a sí mismo como un “obseso” de lo que vivió como escolta. Trabajó con concejales que “estaban bajo el punto de mira” en diferentes pueblos guipuzcoanos. “Pero llegó el día en el que nos dijeron que iban a reducir plantilla y que sólo mantendrían la seguridad a los cargos políticos de mayor rango”, apunta.
Aquella noticia levantó la venda que ocultaban algunas de sus heridas. “Empecé a desarrollar una depresión porque no sabía qué sería de mí -cuenta-. Vivía por y para mi trabajo. Y, de pronto, nada”. Ni siquiera la promesa de encontrar un nuevo trabajo en una cárcel le sirvió para levantar los ánimos. “Pero después, ni eso”, lamenta. Nunca recibió ninguna propuesta similar y su estado psicológico le ha hundido en “un agujero” del que no logra salir.
“Aunque ETA haya renunciado a los asesinatos, la sensación de ahogo es permanente”, argumenta el hasta hace poco concejal. Habla con la autoridad de haber sufrido el acoso del entorno de la banda terrorista durante años. Porque hasta hace poco él también fue escolta: “Hay cosas que quedan para siempre, y lo que viví con ese trabajo me hizo pensar en la posibilidad de entrar en política. Es otra forma de proteger a la gente de estos extremismos”.
De la noche a la mañana, Óscar pasó de ser escolta -aunque sin desempeñar su profesión- a ser escoltado. “Siempre he defendido ese puesto”, sostiene, antes de añadir que “los que mataban” no han desaparecido de un día para otro. “En los pueblos sigue viviendo la misma gente y siguen fomentando el odio -añade-. Todos nos conocemos”.
Ahora, asegura, siente la misma presión que en su día debieron de sentir las personas a las que escoltó: “Cuando me quedo quieto por la calle, es normal que algún chico con moto dé varias vueltas a la manzana como diciendo: 'Este es nuestro lugar, no eres bienvenido'. También miran mi coche y estudian mis pasos”, detalla.
Óscar mantiene el contacto con otros colegas con los que recorrió las calles del País Vasco, cubriendo las espaldas a cargos públicos sobre los que se cernía la amenaza terrorista. La sensación que comparten es la de haberse “quedado tirados”, especialmente por las empresas para las que trabajaban. “Nos prometieron mucho y, después, nada”. Pero considera que, si volviese atrás en el tiempo, volvería a trabajar como escolta. “Cambiaría la forma de hacerlo, sin dedicarle todos y cada uno de los días del mes -señala-. Pero es algo que he sido y que no borraría de mi vida”.
Carlos, que ronda la cuarentena, ejerció durante diez años como escolta. La mayoría de ellos, en un municipio de Vizcaya. Prefiere no desvelar el nombre de la localidad “para que la gente no hile cabos y no me señalen”. La identidad que refleja en este reportaje también ha sido distorsionada. “Todavía vivo en un pueblo en el que todo el mundo se conoce y lo único que me falta es que sepan esta parte de mi vida -advierte-. Porque ya no matan, pero sus miradas sí que lo hacen”.
Todo giraba en torno a la vida de su protegido. Su sueldo iba entre los 2.500 y los 3.100 euros mensuales. “Pero que eso no llame a engaño”, apunta Carlos. Porque, según sus cuentas, había meses en los que trabajaba los 30 días, con jornadas que en ocasiones rozaban las 18 horas. “A veces no llegaba ni a cinco euros la hora -sostiene-. Y siempre con la tensión permanente de jugarme la vida”.
El escolta considera que el trabajo le costó la separación: “Cuando llegaba a casa estaba muerto. Mi mujer me decía si quería salir a tomar algo o a cenar, pero siempre le decía que no. ¡No podía ni moverme!”. A eso, añade, hay que sumar las jornadas laborales que se alargaban inesperadamente: “Si el escoltado quería salir a tomar una copa, no quedaba más remedio que seguirlo. Muchas veces van a locales nocturnos y cómo explicas en casa que, en vez de estar allí, tienes que irte de bares”.
La presión social y las secuelas psicológicas
Un error que Carlos cometió en su trayectoria profesional fue la de vivir en el mismo lugar en el que desempeñaba su labor como escolta. “Sentía la presión”, comenta. Porque la empresa para la que trabajaba mantuvo su coche durante un año y medio, y “todos” sabían cómo se movía. También era habitual, cuenta, que algunos vecinos tropezasen con él y con esa excusa le tocasen la cintura, donde llevaba el arma: “Era la manera que tenían de decirme: 'Sabemos quién eres y a lo que te dedicas”.Las rodillas de Carlos terminaron torcidas por las horas que tenía que estar en pie. Además, ganó peso tras años comiendo comida rápida: “Era lo único que podíamos hacer, porque a menudo nos llamaban en mitad del almuerzo y teníamos que dejar todo a medias”. Aquello también afectó a sus problemas en las piernas.
Pero la herida más profunda del escolta está en su cabeza. “La explosión cambió mi vida”, asegura, en referencia a un atentado perpetrado por ETA contra un edificio institucional. Siguiendo el mismo criterio anterior, tampoco quiere que figuren detalles sobre este suceso. “No quiero que me relacionen”. Pero lo que sí explica Carlos es que la onda expansiva alcanzó su coche y, que por un momento, se temió lo peor: “Sigo reviviendo aquel momento cuando me voy a la cama”.
Escoltas sin salidas laborales
Aquello le valió para que, cuando terminó de trabajar como escolta, la Seguridad Social le concediese una pensión. El trastorno de ansiedad fóbica que le había diagnosticado el psiquiatra le impedía desempeñarse en otra profesión. Pero, a los 18 meses, y con un informe médico idéntico al que había presentado en la primera ocasión, le retiraron la pensión. “Tuve que contratar a un abogado laborista para recurrir la decisión”, explica. Los tribunales terminaron por darle la razón.Con todo, apunta que otros compañeros de profesión han terminado peor, “con una mano delante y otra detrás”: “A muchos les prometieron que los reubicarían en prisiones, pero han sido muy pocos”. Otros consiguieron trabajos a las puertas de las discotecas. Pero a la mayoría no le quedó otra salida que el paro. Y, con el tiempo, el fin de las prestaciones. “Tengo amigos que están vendiendo sus pertenencias por Wallapop -una app que permite la compraventa de objetos entre particulares-. Venden sus gafas de sol, su ropa… están asfixiados económicamente”.
De 1.000 escoltas, a 200
La empresa de seguridad privada Ombuds ha sido la encargada de proteger a los cargos públicos relevantes en el País Vasco y Navarra en los últimos años. Pero el anuncio del “cese definitivo de la actividad armada de ETA” ha propiciado que muchos de los escoltas se viesen en la calle: mientras que en 2005 el número de agentes era próximo a los 1.000, en 2015 la cifra descendió hasta casi la veintena.“No he encontrado nada desde que perdí mi trabajo como escolta”, reconoce Ángel. Como Carlos, también ronda los 40 años y cuenta su historia bajo un nombre ficticio. Le pesa hablar sobre su situación actual: de vivir en una buena vivienda en el corazón de Bilbao, a volver al piso de su madre en Madrid. “No me quedaba otra. Era eso, o la calle -explica-. Algunos estamos en una situación casi de indigencia, sin poder pagar las letras. Subsistimos gracias a las ayudas de familiares y amigos”.
Ángel se reconoce a sí mismo como un “obseso” de lo que vivió como escolta. Trabajó con concejales que “estaban bajo el punto de mira” en diferentes pueblos guipuzcoanos. “Pero llegó el día en el que nos dijeron que iban a reducir plantilla y que sólo mantendrían la seguridad a los cargos políticos de mayor rango”, apunta.
Aquella noticia levantó la venda que ocultaban algunas de sus heridas. “Empecé a desarrollar una depresión porque no sabía qué sería de mí -cuenta-. Vivía por y para mi trabajo. Y, de pronto, nada”. Ni siquiera la promesa de encontrar un nuevo trabajo en una cárcel le sirvió para levantar los ánimos. “Pero después, ni eso”, lamenta. Nunca recibió ninguna propuesta similar y su estado psicológico le ha hundido en “un agujero” del que no logra salir.
De escolta, a concejal escoltado
“Ya no matan, pero sus miradas sí que lo hacen”. Óscar Álvarez Peón ha sido concejal del PP durante tres años en el Ayuntamiento navarro de Olazagutía. Nunca antes un edil popular había ocupado un asiento en este Consistorio, gobernado por EH Bildu. En legislaturas anteriores mandaban otras siglas de corte abertzale, como Herri Batasuna, Euskal Herritarrok o Acción Nacionalista Vasca. Una foto de un etarra en un pleno fue la gota que colmó la paciencia de Óscar, que en abril de este año presentó su renuncia al cargo.“Aunque ETA haya renunciado a los asesinatos, la sensación de ahogo es permanente”, argumenta el hasta hace poco concejal. Habla con la autoridad de haber sufrido el acoso del entorno de la banda terrorista durante años. Porque hasta hace poco él también fue escolta: “Hay cosas que quedan para siempre, y lo que viví con ese trabajo me hizo pensar en la posibilidad de entrar en política. Es otra forma de proteger a la gente de estos extremismos”.
De la noche a la mañana, Óscar pasó de ser escolta -aunque sin desempeñar su profesión- a ser escoltado. “Siempre he defendido ese puesto”, sostiene, antes de añadir que “los que mataban” no han desaparecido de un día para otro. “En los pueblos sigue viviendo la misma gente y siguen fomentando el odio -añade-. Todos nos conocemos”.
Ahora, asegura, siente la misma presión que en su día debieron de sentir las personas a las que escoltó: “Cuando me quedo quieto por la calle, es normal que algún chico con moto dé varias vueltas a la manzana como diciendo: 'Este es nuestro lugar, no eres bienvenido'. También miran mi coche y estudian mis pasos”, detalla.
Óscar mantiene el contacto con otros colegas con los que recorrió las calles del País Vasco, cubriendo las espaldas a cargos públicos sobre los que se cernía la amenaza terrorista. La sensación que comparten es la de haberse “quedado tirados”, especialmente por las empresas para las que trabajaban. “Nos prometieron mucho y, después, nada”. Pero considera que, si volviese atrás en el tiempo, volvería a trabajar como escolta. “Cambiaría la forma de hacerlo, sin dedicarle todos y cada uno de los días del mes -señala-. Pero es algo que he sido y que no borraría de mi vida”.
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