Esta España de hogaño no es terreno abonado para las ensoñaciones totalitarias más allá de los toques de atención
Me sorprende que a Pablo Iglesias le sorprenda que los periodistas tengamos la piel tan fina. Eso ha afirmado, que los periodistas somos así, después de un pequeño plante al que se le ha sometido tras acusar a algún informador de parcial y de no sé qué más. En palabras de un comunista a sueldo de regímenes autoritarios –heredero, por tanto, de ideas letales contra la libertad–, señalar con nombre y apellidos a un informador, aunque sea con tono jocoso, no es augurio de futuro halagüeño. Cuando menos es inquietante. Cuando los sistemas políticos de los que proceden los Iglesias de turno advierten a alguien de conducta inadecuada, están advirtiendo del único escenario posible cuando ellos detentan el poder: el vasallaje. Más allá de ese paisaje difícilmente puede ejercerse la labor periodística en escenarios tales: pregunten en Cuba, sin ir más lejos, ese paraíso en el que unos octogenarios se acaban de atornillar al poder sin permitir un solo centímetro de renovación. Cierto es que esta España de hogaño no es terreno abonado para las ensoñaciones totalitarias ni para las normas restrictivas más allá de los toques de atención; es más, puede que Iglesias tenga derecho a quejarse de la forma de abordar la información de aquellos que le siguen día a día, o de lo que escribimos en las columnas de opinión algunos juntaletras, pero el método del señalamiento público resulta indecoroso. Alguien de esa formación debería aconsejarles algo de contención. Ningún responsable político tiene por qué asomarse a una comparecencia con el temor a ser lanceado o tergiversado por informadores torticeros, que los hay; pero existen, a cambio, mecanismos directos para aclarar declaraciones y corregir malinterpretaciones, que están al alcance de todos. Cualquiera que esté en este negocio lo sabe. Cuando los miembros de Podemos comparecen en entrevistas –radiofónicas, por ejemplo– son exquisitamente moderados en las formas, aunque su mensaje sea indigerible: aguantan bien que se les apriete o se les señalen incongruencias; contestan con toda suavidad y un máximo de cinismo. Resultan irreprochables. Si no les gusta el tratamiento o tu carácter incisivo no te vuelven a atender y sanseacabó. Por eso les desaconsejo estos tics que revelan un demonio dormido y agazapado en algún pliegue del disimulo.
Lo mismo ocurre cuando vocean en horas libres. La portavoz del Ayuntamiento de Madrid, Rita Maestre, la condenada asaltacapillas, también considera que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, tiene la piel muy fina. Total, simplemente dijo que su misión como delegada del Gobierno era «pegar a la gente». Cifuentes anuncia acciones jurídicas. Maestre considera, en un alarde de contaminación mental, que el escrache violento que sufrió la delegada estaba justificado, y el que sufrió su compañero Barrero por parte de policías municipales, no. Cifuentes se refugió en un bar, y a Barrero le vino a buscar un coche oficial. Si miembros de esta formación se comportan con la insolvencia equitativa, desahogo sectario y desequilibrio interpretativo de la realidad con que lo hace esta simple, habrá que colegir que ambas acusaciones de «piel fina» esconden en el interior lo que se intuye desde el exterior: no estamos ante correosos defensores de la libertad de expresión, sino ante retorcidos ejemplares del matonismo político. Cuidan su aparición pública, pero liberan –para después justificar– a los encendidos soldados de la presión mediática y social dejando siempre un mensaje en el aire para quien sepa entenderlo: los okupas son admirables, y los policías, execrables. Y los periodistas, según.
Rita Maestre, que sabe lo cierto de aquella afirmación estalinista que aseguraba que «la mentira es una magnífica arma revolucionaria», se enfrenta, si Cifuentes persevera, a una posible condena que se sumaría a la ya impuesta. Antecedentes y tal. Yo rectificaría.
Lo mismo ocurre cuando vocean en horas libres. La portavoz del Ayuntamiento de Madrid, Rita Maestre, la condenada asaltacapillas, también considera que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, tiene la piel muy fina. Total, simplemente dijo que su misión como delegada del Gobierno era «pegar a la gente». Cifuentes anuncia acciones jurídicas. Maestre considera, en un alarde de contaminación mental, que el escrache violento que sufrió la delegada estaba justificado, y el que sufrió su compañero Barrero por parte de policías municipales, no. Cifuentes se refugió en un bar, y a Barrero le vino a buscar un coche oficial. Si miembros de esta formación se comportan con la insolvencia equitativa, desahogo sectario y desequilibrio interpretativo de la realidad con que lo hace esta simple, habrá que colegir que ambas acusaciones de «piel fina» esconden en el interior lo que se intuye desde el exterior: no estamos ante correosos defensores de la libertad de expresión, sino ante retorcidos ejemplares del matonismo político. Cuidan su aparición pública, pero liberan –para después justificar– a los encendidos soldados de la presión mediática y social dejando siempre un mensaje en el aire para quien sepa entenderlo: los okupas son admirables, y los policías, execrables. Y los periodistas, según.
Rita Maestre, que sabe lo cierto de aquella afirmación estalinista que aseguraba que «la mentira es una magnífica arma revolucionaria», se enfrenta, si Cifuentes persevera, a una posible condena que se sumaría a la ya impuesta. Antecedentes y tal. Yo rectificaría.
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