Día 14/10/2015 - 04.43h
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Isabel «la Católica» ya advirtió en la Real Provisión del 20 de diciembre de 1503 contra los posibles excesos de los conquistadores: «No consistáis ni deis lugar a que ninguna persona les haga mal a los indios ni ningún daño u otro desaguisado alguno»
Frente al mito del genocidio español en América, el escritor Pío Baroja opinó a principios de siglo XX que los españoles «hemos purgado el error de haber descubierto América, de haberla colonizado más generosamente de lo que cuentan los historiadores extranjeros con un criterio protestante imbécil, y tan fanático o más que el del católico». ¿A qué se refería el intelectual vasco con una colonización más generosa? Básicamente, reseñan los historiadores, a una legislación en defensa de los indígenas impensable en cualquier otro país europeo de ese periodo y de cualquier periodo colonial. Así, frente a la codicia de los conquistadores, fueron muchos los misioneros españoles que denunciaron la violencia desmedida y trabajaron para sacar adelante leyes más justas para acabar con un tipo de esclavitud encubierta, las encomiendas. Sus esfuerzos quedaron materializados en las Nuevas Leyes de 1542, que reconocían a los indios como súbditos libres de la Corona española, y en la controversia de Valladolid, donde la ciudad castellana presenció un debate inédito sobre derechos humanos en pleno siglo XVI.
Al inicio de la conquista de América se vivió un periodo de indefinición jurídica en las nuevas tierras sobre la cuestión de cómo debía tratarse a la población indígena. Los primeros en sufrir casos claros de esclavitud fueron los indios taínos de La Española, ya en los primeros viajes de Cristóbal Colón, aunque pronto se recurrió a otras fórmulas como la recaudación de impuestos en oro a los indios y a las encomiendas. La institución de la encomienda fue una forma de canalizar la ambición de los conquistadores por crear un sistema feudal en América, como explica el libro «La empresa de América: los hombres que conquistaron imperios y gestaron naciones» (EDAF). El proceso consistía en «encomendar» a un grupo de indígenas a un conquistador, un encomendero, como si se tratara de un vasallaje pero sin cesión de tierras. Todo indígena varón entre los 18 y 50 años de edad era considerado tributario, lo que significaba que estaba obligado a pagar un tributo al Rey en su condición de «vasallo libre» de la Corona castellana o, en su defecto, al encomendero que ejercía este derecho en nombre del Monarca. Las encomiendas, no en vano, eran una cesión de los Reyes Católicos a cambio de que los conquistadores corrieran con los gastos de la evangelización: debían pagar, entre otros pagos, el hospedaje del cura doctrinero.
La codicia y brutalidad de los conquistadores
Este sistema dio lugar en su origen a numerosos abusos contra la población a manos de unos conquistadores que solo buscaban conseguir el máximo provecho de la mano de obra forzada. Sin embargo, conforme la Corona española fue ganando fuerza institucional en el Nuevo Mundo, fue posible ejercer un mayor control y evitar los abusos de un instrumento que vertebró la colonización de muchas tierras. Con el paso de los años, las encomiendas perdieron su papel en la colonización y, gracias a que se trataban de concesiones por un plazo determinado, la Corona pudo neutralizar el surgimiento de caudillos españoles. En otras regiones periféricas sin embargo, véase Yucatán, Paraguay o Chile, las encomiendas se mantuvieron durante varios siglos.
Así y todo, Isabel «la Católica» ya advirtió en la Real Provisión firmada el 20 de diciembre de 1503 contra los posibles excesos en las encomiendas: «Mando a vos, el dicho nuestro gobernador (...) que hagáis pagar a cada uno, el día que trabajare, el jornal e mantenimiento que según la calidad de la tierra y de la persona e del oficio vos pareciere que debiere haber (...) Lo cual hagan e cumplan como personas libres, como lo son, e non como siervos, e hacer que sean bien tratados; e los que de ellos fueran cristianos, mejor que los otros. Y no consistáis ni deis lugar a que ninguna persona les haga mal ni ningún daño u otro desaguisado alguno».
Isabel «la Católica» se encargó en vida de que no se aplicara la esclavitud a una población cuya condición jurídica era la de personas libres y no sujetas a servidumbre, pero su protección terminó a su fallecimiento. «Los mayores horrores de estas guerras... comenzaron desde que se supo en América que la Reina acababa de morir, porque Su Alteza no cesaba de encargar que se tratase a los indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices», escribió a la muerte de la Reina Bartolomé de Las Casas, que describió como la mayoría de conquistadores empleaban las encomiendas a modo de esclavitud soterrada.
En este contexto, se suele señalar el sermón del fraile dominico Antonio Montesinos dado en la Española, en el año 1511, como el primer alegato en defensa de la igualdad entre indígenas y españoles. El sermón tuvo como eje central el cuestionamiento de la licitud del dominio español y de los abusos por parte de los conquistadores, lo cual no había sido puesto bajo debate hasta entonces dado que, según la teoría medieval del Dominus Orbis, bastaba la concesión del Papa para dar legitimidad a la conquista o a cualquier empresa. Los Reyes Católicos tenían el apoyo papal, pero tanto dentro como fuera de sus fronteras cada vez eran más los que planteaban que los argumentos teológicos eran una respuesta insuficiente.
Las Leyes de Burgos en 1512 (Odenanzas para el tratamiento de los Indios) fueron las primeras leyes que la Monarquía Hispánica dictó para su aplicación en las Indias con el fin de organizar su conquista. Firmadas por Fernando «el Católico» el 27 de diciembre de 1512, el debate concluyó que el Rey de España tenía justos títulos de dominio sobre el continente americano y que el indio tenía la naturaleza jurídica de hombre libre con todos los derechos de propiedad, que no podía ser explotado, pero como súbdito debía trabajar a favor de la Corona. Pese a sus defectos, las Leyes de Burgos fueron precursoras dentro del derecho internacional y representaron una legislación vanguardista para su tiempo; sin embargo, la realidad es que no siempre se cumplió en los territorios españoles de ultramar y su valor efectivo se limitó a acotar las encomiendas.
Las Nuevas Leyes de 1542: prohibida la encomienda
En un edicto de 1530, Carlos I de España prohibió toda forma de esclavitud en cualquier tipo de circunstancia, pero los abusos siguieran una vez más, a pesar de los esfuerzos de la Corona, dando lugar a la voz más crítica de entre todos los misioneros: Bartolomé de Las Casas. Este fraile dominico, que acompañó a Cristóbal Colón en su segundo viaje, denunció el maltrato que estaban sufriendo los indígenas en una obra escrita en 1552, «La Brevísima relación de la destrucción de las Indias», que fue usada como uno de los puntales de la leyenda negra que los enemigos del Imperio vertieron a nivel internacional. Como explica Joseph Pérez, autor de «La Leyenda negra» (GADIR, 2012), Las Casas pretendía «denunciar las contradicciones entre el fin –la evangelización de los indios– y los medios utilizados. Esos medios (la guerra, la conquista, la esclavitud, los malos tratos) no eran dignos de cristianos; pero el hecho de que los conquistadores fueran españoles era secundario». La propaganda extranjera hizo suya la tesis del fraile dominico y exageró aún más unas cifras de muertes ya de por sí poco realistas.
Con todo, no hay que olvidar que de Las Casas representaba a un grupo de españoles con el coraje de denunciar la injusticia, la mayoría misioneros, y a una creciente sensibilidad que con los años atrajo el interés de las autoridades. El fraile español fue muy influyente en la corte castellana y consiguió materializar sus protestas en 1542, con las Nuevas Leyes para el Tratamiento y Preservación de los Indios, que acabaron de golpe con la indefinición legal reinante en América. Estas leyes consideraban a los reinos de Indias en los mismos términos que a otros tantos dentro del Imperio español –como podía ser Aragón, Navarra, Sicilia, etc– y clasificaba definitivamente a los indios como súbditos de pleno derecho de la Corona, lo que impedía que fueran esclavizados bajo ningún supuesto. Concretamente, el artículo 35 prohibía directamente las encomiendas y el artículo 31 ordenaba que los indios sometidos a encomiendas debían ser transferidos a la Corona a la muerte del encomendador.
Si bien había sido de Las Casas quien había impulsado el debate, los fundamentos legales de estas Nuevas Leyes se basaban en las premisas del también fraile Francisco de Vitoria, quien defendía que «aunque los indios no quisieran reconocer ningún dominio al Papa, no se puede por ello hacerles la guerra ni apoderarse de sus bienes y territorio». No en vano, aunque Francisco de Vitoria –pionero en muchos asuntos de Derecho internacional– y de Las Casas perseguían fines humanitarias impulsando estas leyes, el principal objetivo de la Corona española era otro: reducir el poder de los conquistadores. «Estamos tan escandalizados como si nos enviara a mandar cortar cabezas, porque si es ansí como se dice, todos los de acá somos malos cristianos y traidores a nuestro Rey a quien con tanta fidelidad habemos servido con nuestras vidas y haciendas», escribió el cabildo de Guatemala a Carlos I al conocer los términos de la nueva legislación. Los conquistadores interpretaron el fin de las encomiendas como una agresión directa.
En Nueva España, lo que hoy es la zona de México, el virrey Mendoza consiguió evitar la sublevación de los conquistadores con una aplicación parcial de las Nuevas Leyes; pero el severo virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, dio lugar precisamente a lo contrario con su poco tacto: causar un gran rebelión por parte de los encomendadores. Gonzalo Pizarro, hermano pequeño de Francisco Pizarro, encabezó una rebelión que terminó con el virrey decapitado. Desde Madrid se apresuraron a enviar contra Pizarro al astuto y pragmático Pedro de La Gasca, que pudo apagar el incendio y ejecutar al hermano del conquistador del Perú, a cambio de posponer la abolición de las encomiendas en esta región.
Las leyes para atajar los abusos se sucedieron desde Madrid –al igual que las revueltas por parte de los encomendadores– y causaron la indignación de un Rey, Felipe II, acostumbrado a que sus órdenes se cumplieran al milímetro, pero que veía en la distancia con América una barrera insalvable: «Yo he sido informado que los delitos que los españoles cometen contra los indios no se castigan con el rigor que se hacen los de unos españoles contra otros (...) os mando por ello que de aquí en adelante castiguéis con mayor rigor a los españoles que injuriaren, ofendieren o maltrataren a los indios, que si los mismos delitos se cometieses contra los españoles».
Valladolid, sede del debate sobre derechos humanos
En paralelo a todo este proceso legal sin parangón en ningún otro país de Europa –que ni se planteaban la necesidad de otorgar el reconocimiento de súbditos libres de la Corona a los indígenas que se encontraron en América–, continuó el debate teórico sobre la licitud de la conquista que había planteado en el pasado Francisco de Vitoria, ya por entonces fallecido. Durante la conocida como la controversia de Valladolid, celebrada entre 1550 y 1551, se enfrentaron quienes defendían que los indígenas tenían los mismos derechos que cualquier cristiano –tesis defendida por de Las Casas– contra los que creían que estaba justificado que un pueblo superior impusiera su tutela a pueblos inferiores para permitirles acceder a un grado más elevado de desarrollo, una idea capitaneada por Ginés de Sepúlveda.
A nivel práctico, la controversia de Valladolid sirvió para sacar pocas conclusiones finales y solo hubo una modificación reseñable a las leyes dictadas en 1542: la creación de la figura del «protector de indios». Esta figura legal era básicamente una oficina administrativa de la Colonización española de América dedicada a atender el bienestar de las poblaciones nativas de los amerindios y a evitar que fueran víctimas de abusos. Felipe II reglamentó su nombramiento y actividad en 1589.
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