Rodrigo y los guardias
La fortuna, que en otro tiempo le fuera tan propicia, parece definitivamente haberle abandonado. El cerco sobre sus personas de confianza se estrecha y alguna, según todos los indicios y lo que se filtra a los medios, no aguanta la presión. A saber lo que ha podido revelar después de un par de días de calabozo, en manos de unos guardias civiles que, Rodrigo se va percatando, saben sobre qué y cómo hay que preguntar a quienes participan en tinglados encaminados a enmascarar ganancias oscuras y a escatimarle al fisco la parte que se le debe de toda renta.
Lo que pasará por esa cabeza privilegiada, a la que le fuera encomendada sucesivamente la alta dirección de las finanzas nacionales e internacionales y luego la de uno de las primeras entidades de crédito del país, mientras acude en una sombría tarde de octubre a la comandancia de la Guardia Civil de Madrid para dar unas explicaciones que muy difícilmente detendrán la locomotora que ya avanza desbocada contra él. Forma parte de su infortunio que el juez que instruye la causa sienta más en el cogote el aliento de una ciudadanía asqueada, o el de todos los arruinados por la quiebra de la entidad financiera que Rodrigo dirigió, que el del partido al amparo de cuyas siglas desarrolló su fulgurante trayectoria, y que, por más que quisiera preservarle, apura sus últimos días de gobierno con mayoría absoluta.
Ese juez, más motivado por tanto para arrollarle que para tenerle en alguna consideración, dispone además de las armas más devastadoras: una Agencia Tributaria de la que él fuera en tiempos gran jefe, y cuyos funcionarios le tienen todas las ganas que puedan tenerse a quien, presuntamente, eludía lo que les tocaba recaudar y exigirles a otros; y esos hombres pertinaces y circunspectos, los guardias, a quienes su espíritu y vocación compromete a dejarse la piel en persecución de aquello que los jueces les encomienden en su función de hacer justicia.
Lo dice su cara, cuando entra y también cuando sale de las dependencias policiales, varias horas después, sin avenirse a hacer declaraciones. Lejos quedan esos luminosos días estivales en que se arrojaba al mar desde la popa de un yate, aunque no hayan pasado más que unas pocas semanas. La vida, que como bien sabe Rodrigo puede ser de una dulzura infinita, le ofrece ahora un tazón de la más amarga hiel. Y siendo ya lo bastante mala su coyuntura, todavía es susceptible de ir a peor.
Quiere su desdicha que las imágenes de su gesto esquivo y malencarado saliendo de declarar se alternen en el telediario con las de unos compañeros de quienes acaban de interrogarle, que son noticia por razones muy distintas. Un grupo de guardias que posan junto al ministro del ramo y los padres de una niña asesinada dieciocho años atrás, con motivo de la captura, tras esos mismos dieciocho años de tenaz trabajo de investigación, del más que probable autor del crimen. La cara desencajada y hasta algo torva del ex mago de las finanzas contrasta, para mal, con el rostro conmovido, incluso en más de un caso surcado por las lágrimas, de esos veteranos guardias, que al cabo de ingentes horas de pesquisas han logrado dar a una familia el único consuelo que puede tenerse después de que te asesinen a un hijo.
Lo malo es que alguien haga cálculos, para dejarle todavía en peor lugar. Y como Murphy siempre está al quite, helos aquí: por esos dieciocho años de denodado trabajo policial, en el que además resolvieron otros muchos crímenes, cada uno de esos guardias percibió un sueldo inferior al que Rodrigo se embolsó en un par de meses de los que pasó al frente de la entidad que hundió, y que, según las acusaciones que ahora pesan sobre él, saqueaba además, siempre presuntamente, a través de mordidas en los contratos de publicidad y del uso de tarjetas opacas.
El dios abandonó a Rodrigo. Quién va a tenerle piedad.
Lo que pasará por esa cabeza privilegiada, a la que le fuera encomendada sucesivamente la alta dirección de las finanzas nacionales e internacionales y luego la de uno de las primeras entidades de crédito del país, mientras acude en una sombría tarde de octubre a la comandancia de la Guardia Civil de Madrid para dar unas explicaciones que muy difícilmente detendrán la locomotora que ya avanza desbocada contra él. Forma parte de su infortunio que el juez que instruye la causa sienta más en el cogote el aliento de una ciudadanía asqueada, o el de todos los arruinados por la quiebra de la entidad financiera que Rodrigo dirigió, que el del partido al amparo de cuyas siglas desarrolló su fulgurante trayectoria, y que, por más que quisiera preservarle, apura sus últimos días de gobierno con mayoría absoluta.
Ese juez, más motivado por tanto para arrollarle que para tenerle en alguna consideración, dispone además de las armas más devastadoras: una Agencia Tributaria de la que él fuera en tiempos gran jefe, y cuyos funcionarios le tienen todas las ganas que puedan tenerse a quien, presuntamente, eludía lo que les tocaba recaudar y exigirles a otros; y esos hombres pertinaces y circunspectos, los guardias, a quienes su espíritu y vocación compromete a dejarse la piel en persecución de aquello que los jueces les encomienden en su función de hacer justicia.
Lo dice su cara, cuando entra y también cuando sale de las dependencias policiales, varias horas después, sin avenirse a hacer declaraciones. Lejos quedan esos luminosos días estivales en que se arrojaba al mar desde la popa de un yate, aunque no hayan pasado más que unas pocas semanas. La vida, que como bien sabe Rodrigo puede ser de una dulzura infinita, le ofrece ahora un tazón de la más amarga hiel. Y siendo ya lo bastante mala su coyuntura, todavía es susceptible de ir a peor.
Quiere su desdicha que las imágenes de su gesto esquivo y malencarado saliendo de declarar se alternen en el telediario con las de unos compañeros de quienes acaban de interrogarle, que son noticia por razones muy distintas. Un grupo de guardias que posan junto al ministro del ramo y los padres de una niña asesinada dieciocho años atrás, con motivo de la captura, tras esos mismos dieciocho años de tenaz trabajo de investigación, del más que probable autor del crimen. La cara desencajada y hasta algo torva del ex mago de las finanzas contrasta, para mal, con el rostro conmovido, incluso en más de un caso surcado por las lágrimas, de esos veteranos guardias, que al cabo de ingentes horas de pesquisas han logrado dar a una familia el único consuelo que puede tenerse después de que te asesinen a un hijo.
Lo malo es que alguien haga cálculos, para dejarle todavía en peor lugar. Y como Murphy siempre está al quite, helos aquí: por esos dieciocho años de denodado trabajo policial, en el que además resolvieron otros muchos crímenes, cada uno de esos guardias percibió un sueldo inferior al que Rodrigo se embolsó en un par de meses de los que pasó al frente de la entidad que hundió, y que, según las acusaciones que ahora pesan sobre él, saqueaba además, siempre presuntamente, a través de mordidas en los contratos de publicidad y del uso de tarjetas opacas.
El dios abandonó a Rodrigo. Quién va a tenerle piedad.
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