domingo, 11 de octubre de 2015

Lo que nos une: algo más que la historia común

12 DE OCTUBRE DE 1492

Lo que nos une: algo más que la historia común

No es que la América hispana y España compartan una historia común: es que nuestra historia es la misma. Allí nació algo que lleva nuestra sangre pero cobró vida propia, y la cobró mucho antes de las independencias del XIX. Por eso somos hermanos.
José Javier Esparza
Colón llegando a la costa del nuevo mundo.

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El 12 de octubre de 1492, viernes por más señas, tres barcos capitaneados por Cristóbal Colón tocaban tierra en lo que el navegante creía que eran las Indias, o sea, Asia. La historia es bien conocida: los turcos habían cerrado el Mediterráneo, España necesitaba acceder a los mercados de oriente y Colón llegó diciendo que él conocía una ruta occidental. Pero lo que había al otro lado no era Asia, sino otra cosa: las Indias eran América.
Lo mollar de la cuestión es esto: lo que empezó a nacer en 1492 y crecería sin tregua durante los dos siglos posteriores fue un mundo nuevo que ya no era la América indígena ni tampoco una simple prolongación colonial de la metrópoli. En el suelo americano surgió una realidad histórica nueva con sus propias características culturales, políticas, religiosas, sociales y hasta raciales. No es que la América hispana y España compartan una historia común: es que nuestra historia es la misma. Allí nació algo que lleva nuestra sangre pero cobró vida propia, y la cobró mucho antes de las independencias del XIX. Por eso somos hermanos.

Contra la leyenda negra

Hay una tendencia bastante enfermiza a examinar la conquista de América bajo la luz de sus aspectos más siniestros. Según cierta vulgata muy en boga hoy en nuestro país, España llegó a América, arrasó el paraíso, diezmó a los pueblos felices con un genocidio brutal, esclavizó a los indios y les infligió torturas sin fin para convertirlos al cristianismo. Todo esto es simplemente falso. Hoy nadie con un mínimo rigor puede hablar de genocidio. El genocidio presupone una voluntad de exterminio que jamás existió en la política española en América. Al contrario, es el primer caso de conquista en toda la historia que proscribe desde el principio la esclavitud de los vencidos, persiguiendo a quienes vulneran esa prohibición y tolerando un proceso de mestizaje. Sí hubo una catástrofe demográfica sin paliativos que diezmó a la población amerindia, y hoy todo el mundo sabe (o debería saber) que obedeció, sobre todo, a los virus llevados a América por los españoles, por sus animales domésticos y, después, por los esclavos.
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Falso es también el tópico de los indios torturados por la Inquisición. La labor de la Inquisición en América fue comparativamente minúscula. Por ejemplo: una sola ejecución en todo el siglo XVIII. Y sobre todo, rarísima vez se aplicó sobre los indios: los casos tempranos (el cacique Don Carlos de Texcoco, los tres indios de Tlaxcala) fueron tan polémicos en Nueva España que llevaron a la propia Inquisición a prohibir expresamente que se persiguiera a los indios, “neófitos en la fe”. Léase la Historia del Tribunal de la Inquisición de Lima, de José Toribio Medina, por poner un sólo ejemplo. En cuanto a la esclavitud, sabemos que la historia de la colonización es una permanente pugna de la Corona y la Iglesia contra quienes querían implantarla. Hubo, sin duda, otras formas de explotación de los indios, pero no la esclavista. Esa la hubo, y muy brutal, en la América pre-hispana, entre los propios pueblos indios.
Los indios, sí. Y por eso abrieron el camino a los españoles. Cuando uno cuenta la historia de la conquista se fija siempre en los grandes héroes (Núñez de Balboa, Cortés, Pizarro), gentes que desafiaron a poderes de extraordinaria amplitud y vencieron. Las gestas de estos personajes son en verdad escalofriantes, pero ninguna conquista hubiera sido posible sin el concurso –interesado y vehemente- de las propias tribus indias. Santo Domingo lo conquistaron los Colón, pero lo hicieron gracias a los taínos que les ayudaron para quitarse de encima a los caribes, que gustaban de comérselos a pedacitos. México lo conquistó Hernán Cortés, sí, pero sus manos y sus pies fueron los centenares de miles de tlaxcaltecas, tepeaqueños, etc., que se le unieron porque estaban hasta el gorro de los mexicas (o aztecas). El Perú lo conquistó Pizarro, sí, pero quienes le llevaron literalmente en andas fueron las decenas de miles de huancas, chachapoyas, cañares y yanaconas, entre otros, que le abrieron camino porque ya no soportaban más a los incas. Y así sucesivamente.

Roma y España

Las civilizaciones amerindias tienen muchos aspectos fascinantes, pero se derrumbaron al primer contacto con el exterior porque eran más primitivas y menos aptas para la convivencia organizada que la civilización invasora. Exactamente igual que pasó en España con las culturas ibéricas y célticas aplastadas por Roma. Por lo demás, hoy la población indígena de la América hispana se estima entre 40 y 50 millones de almas, según los distintos tipos de censo. La de la América anglosajona no llega a los dos millones.
A propósito de Roma: no sabemos cuántos celtíberos fallecieron durante la latinización de la península, pero no por eso renunciamos a ser herederos de Roma, ¿verdad? De la semilla que plantó Roma en Hispania nació una entidad singular con una sociedad mestiza –hispanorromana-, con estructuras económicas y políticas evolucionadas, con una lengua latina que terminaría alumbrando las distintas lenguas españolas, después con una religión que unificó a los hispanos –el cristianismo- y, en fin, con una cierta conciencia de pertenencia a un mundo común. Es interesante aplicar el mismo esquema a la conquista española de América, porque el modelo es muy semejante. Con la salvedad de que allí, en América, no desaparecieron los pueblos nativos, sino que numerosas culturas precolombinas siguen existiendo hoy, y los misioneros predicaron la fe en la lengua de los indígenas.
Pero ahora fijémonos en lo demás: cosas que ninguna otra potencia imperial hizo nunca –y apenas haría después- en la Historia universal. Desde el mismo codicilo del testamento de Isabel la católica, en 1504, se proscribe la esclavitud de los vencidos: es la primera vez en la Historia que una potencia vencedora hace algo semejante. Desde 1511 la Iglesia denuncia los abusos sobre los indios y desde el año siguiente ya hay una legislación específica que sería renovada en momentos sucesivos y siempre en la misma dirección: la protección de los indígenas, lo cual en la práctica implica el designio de crear una sociedad nueva sobre bases de justicia. El momento cumbre de este proceso llegará cuando Carlos I ordene detener las conquistas hasta tener la certidumbre de que obra conforme a la moral; será la Controversia de Valladolid, entre 1550 y 1551, de cuyos debates nace la primera formulación de lo que hoy llamamos derechos humanos. Nunca había pasado nada igual.
Simultáneamente España ampara un proceso de mestizaje que es fruto directo de las circunstancias. La mayoría de los pueblos amerindios utilizaban a sus mujeres como moneda de cambio, de manera que los españoles –inicialmente muy pocos- se encuentran rápidamente con mujeres nativas e hijos mestizos. Desde el punto de vista español de la época, nada malo había en ello si la cónyuge era bautizada y la relación devenía en matrimonio. En 1553 Felipe II promulga la primera legislación para proteger a los niños mestizos sin padre conocido y en 1557 se funda el primer colegio para niños mestizos pobres.

El mundo virreinal

Lo que está naciendo ahí no es una colonia como las que Portugal había sembrado en África y Asia, o como las que Inglaterra empezará a levantar a partir del siglo XVII, sino que es una sociedad con personalidad propia que aspira a regirse a sí misma. Desde el primer momento se erigen catedrales: Santo Domingo en 1512, México en 1523, Lima en 1535. Y también desde el primer momento surgen universidades, según el modelo español, destinadas a la educación de la elite autóctona: Santo Domingo en 1538, Lima y Méjico en 1551. Cabe recordar que Inglaterra nunca fundó universidades en sus colonias americanas. Gran Bretaña estructuró su imperio con el ejército y el ferrocarril. España lo hizo con la religión y una ingeniería política enteramente nueva.
Ingeniería política, en efecto, porque los virreinatos son entidades políticas que generan su propia personalidad. La organización del territorio, las vías comerciales, las rutas marítimas e incluso la protección militar de las Indias quedaron siempre bajo la responsabilidad de cada virreinato. Y no debieron de hacerlo tan mal cuando el invento sobrevivió tres siglos sin alteraciones dignas de mención ni guerras civiles. Menos guerras, desde luego, que las que sacudirían ese mismo territorio después de la independencia. ¿Más blasones? Por ejemplo, este: la América española fue el primer escenario de la vacunación masiva contra la viruela en fecha tan temprana como 1803, es decir, sólo siete años después de su invención por Jenner, y antes de que Napoleón la hiciera obligatoria en sus ejércitos.
Todas estas cosas son tan verdad como los episodios más o menos truculentos de la conquista. Y son precisamente las cosas que diferencian a la huella española en América de cualquier otra aventura imperial en la historia de Europa. España no se trasplantó a América; España se injertó. Así nació una realidad autónoma, con vida propia. Porque las Indias, como decía el argentino Ricardo Levene, nunca fueron colonias. Desde este punto de vista, que los virreinatos terminaran ganando su propia independencia era inevitable. Y es interesante, porque en los textos de Vitoria sobre la conquista de las Indias, en pleno siglo XVI, se contempla ya la emancipación de los territorios americanos como objetivo natural de la acción misionera española.
¿Lo que nos une? El cordón umbilical. Un tipo de unión que permanece aunque el cordón se corte.

Lo que nos separa

Hoy una parte notable de la opinión hispanoamericana vive en la convicción de que la culpa de todos sus males la tiene España. Los españoles “se llevaron nuestro oro”, “arruinaron nuestras culturas”, “exterminaron a nuestra gente”, etcétera. Eso lo dicen personas que se apellidan Martínez o Echevarría (o Chávez) y que en general son mestizos o blancos, es decir, descendientes directos de los que cometieron aquellos crímenes que ellos imputan a un enemigo exterior. Este discurso tiene algo de psicopatológico, pero está profundamente arraigado en parte de la sociedad hispanoamericana, hasta el punto de preferir el término francés “Latinoamérica” para así desprenderse de la odiada hispanidad. Ese antiespañolismo es muy temprano: nació en los primeros momentos de la emancipación, a principios del XIX, como fundamento retórico de las nuevas repúblicas; resurgió con fuerza en los años 60, en la estela de los movimientos anticolonialistas del tercer mundo, y hoy lo han recuperado los ideólogos bolivarianos. El venezolano Nicolás Maduro proclamaba en un reciente viaje a China: "Ahora estamos deslastrándonos de los siglos de colonialismo, dominación y esclavitud que sufrimos, ahora comenzamos a ser independientes". Venezuela lleva casi doscientos años siendo independiente, como México y Argentina. Son estados más viejos que la Alemania o la Italia modernas, o que Bélgica o la India. La persistencia del discurso victimista podría no ser otra cosa que la cortada de una clase política poco edificante para mantenerse en el poder mediante la invención de un chivo expiatorio. Deberían reflexionar sobre eso en ultramar.

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