En una intervención-comentario que hice en el “Debate de investidura fallido” (General Dávila) decía que la integridad del político era el resultado de su pasión, de su honestidad, y de la superación de la esclavitud de la imagen; y hoy os propongo profundizar más en esa reflexión.
Como para cualquier persona, la integridad es la base de todo buen político. La buena presencia, una sonrisa agradable y no empalagosa, unos detalles de buen humor o ironía, el hacerse el simpático, el halagar a quien se recibe, el decir siempre lo que le gustaría escuchar al interlocutor, no sirven por sí solos, se terminan por destapar a medio o largo plazo, y entonces, el político, aparece en toda su desnudez. No hace falta que os ponga ejemplos, los hemos tenido en España, muy cercanos, para nuestra desgracia.
La lucha permanente por la integridad de las personas constituye el ideal permanente también del político. No basta la honradez o la honestidad, es necesaria una vocación de plenitud personal al servicio de los ciudadanos y del bien común o interés general. Además, la comunidad tiene derecho a que sus políticos sean íntegros, porque los elige para que lo sean.
Un político íntegro, jamás perderá de vista que debe preocuparse por conocer los problemas de los ciudadanos por complejos o técnicos que sean; que debe tener conciencia a cada paso de los objetivos que se ha propuesto para configurar el futuro de la comunidad; que no puede emprender ningún proyecto sin haber valorado su viabilidad económica, técnica, financiera y social; que debe ocuparse de que se lleve a cabo lo que se ha acordado y convenido y de que se cumplan las leyes que se han aprobado; que debe asumir las responsabilidades que le corresponden, tanto a él, como a sus inferiores, sin transferirlas a estos o a cualquier otro ámbito; que debe resistir las presiones de los grupos, de los medios de comunicación, o de la calle, cuando esté convencido de que lo mejor para el interés general es lo que él propone; que no debe desoír a quien le aconseja con lealtad; que debe conocer y utilizar las técnicas y los instrumentos que el mundo moderno ofrece; que debe ser transparente, explicando públicamente sus objetivos, las dificultades que encuentre y, llegado el caso, sus fracasos; y que debe dar prioridad a la solución de los problemas de quienes más lo necesitan.
Además de lo anterior, un político íntegro sabe que no puede prometer nada que, conoce de antemano, no puede cumplir. Y sabe cuándo debe marcharse.
Para el humanismo la preocupación por el hombre no puede estar referida, exclusivamente, a la dignidad o a la libertad de la persona, o al bienestar de la comunidad. Se refiere también a la condición del político.
Comportamiento político
Las formas del comportamiento político no son algo inane (vacío) o indiferente, porque la elegancia y el talante distinguen a los verdaderos líderes y a las élites.
No confundamos elegancia con pedantería, porque cuando se hace está justificado el recelo de quienes creen no haber recibido una educación esmerada. La pedantería, los comportamientos excéntricos, anárquicos o ridículos no interesan al humanismo. La verdadera elegancia es el comportamiento que se deriva de recoger la experiencia de belleza y de arte consecuencia de una buena educación.
Al otro extremo de la elegancia está la grosería y la ordinariez. Grosero es quien trata a las personas y a las cosas sin delicadeza, el que maltrata el lenguaje, el que compone su vida solo de cosas elementales o ignora y desprecia la fineza del espíritu. Ordinario es hacer lo habitual con dejadez, con descuido, de cualquier manera, sin poner interés. Grosería y ordinariez dicen razón de “vulgar”, que etimológicamente significa “vulgo”, pueblo bajo y sin educación.
Frente a la grosería, la ordinariez y la vulgaridad aparecen la distinción, lo selectivo, lo escogido, lo cultivado o educado, en suma, la fineza de espíritu. Se trata de las cualidades que tienen las personas de hacer las cosas con buen gusto, con atención a los detalles, con cuidado en las formas, con sensibilidad, en la relación y en la atención a los demás.
La elegancia y todo lo que comporta, según acabo de exponer, exige esfuerzo porque no es congénito ni es estable. Depende de una voluntad constante de elegir lo bueno, al igual que ocurre en la moral o en la política. Y ello porque lo que es bueno por naturaleza tiende a degradarse si no se está alerta. Alguien decía “en nada vulgar” para explicar que la dignidad en la vida humana requiere tensión hacia los comportamientos ideales, que son al mismo tiempo estéticos y morales.
Pero al hombre público y al político no solo les es exigible, desde la perspectiva humanista, un comportamiento elegante sino, además, una forma de conducirse ante los demás, que se llama talante, y que tiene tres manifestaciones: la serenidad, la naturalidad y el control de los sentimientos.
La serenidad implica resistir las presiones, las prisas o las agresiones. Implica conservar la calma, pensar las cosas antes de hacerlas, controlar los tiempos, incluido el largo plazo, hacer que no se altere ese espacio interior al que llega todo lo que procede del exterior.
La naturalidad es vivir con normalidad el papel que se desempeña, sin hacer teatro, sin sobreactuar, sin dependencia obsesiva de las fotos, transparentando lo que de verdad se es, o lo que nos gusta, o lo que nos complace. Es no aparentar lo que no somos o no avergonzarnos de lo que sí somos. Es huir de una naturalidad tan trivial como artificial. No decir a cada uno lo que le gustaría escuchar.
El control del sentimiento se une a la elegancia para dominar los impulsos, el hambre, el sueño, el cansancio, la impaciencia, las emociones, el dolor, la alegría y los enfados.
Examinemos, queridos amigos, la elegancia y el talante de nuestros políticos y hagamos nuestra valoración en función de ellos, no de la imagen distorsionada que recibimos a través de los medios.
Virtudes del político
Estoy tratando de dibujar el perfil del político que a todos nos gustaría tener. Y en este diseño no puede faltar la mención de las virtudes del político. Pero hay que distinguir aquellas que debe tener en su condición de hombre público (las que hemos desarrollado hasta ahora) de aquellas que debe tener en su condición de persona.
El humanismo defiende que no pueden disociarse ambas condiciones. Con frecuencia oímos: “esto lo digo a título personal”. No es admisible. En el político lo privado y lo público van unidos, porque quien carece de virtudes privadas, es difícil que tenga virtudes públicas.
El modelo virtuoso del político es el de aquel que actúa regido por una completa integridad moral y por un irrevocable compromiso contra las injusticias o discriminaciones no justificadas.
Sin pretender ser exhaustivos podemos mencionar las siguientes virtudes:
– actuar con rectitud de corazón, lo que significa de acuerdo a una conciencia totalmente recta.
– buscar el conocimiento total de las cuestiones que aborda a través de una información completa para comprender y juzgar rectamente.
– tener la misma rectitud de intención en la vida pública y en la privada.
– luchar contra toda maldad o injusticia, manteniendo alejadas cualquier tipo de opción que implique una perversión moral.
– rechazar las calumnias y las difamaciones.
– huir de la arrogancia, la prepotencia y la soberbia.
– valorar la lealtad, evitando el consejo de quienes actúan con engaño, mentira y fraude.
– combatir la criminalidad en cualquier ámbito de la vida social o económica.
Os sorprenderá saber, queridos amigos, que estas virtudes del político que he seleccionado, no son solo de nuestro tiempo. Están formuladas hace más de 2.000 años. ¡Si, si! Como lo leeis. En la Biblia, en el Antiguo Testamento hay un libro llamado de “Los Salmos”, cuya antigüedad es varios siglos anterior al nacimiento de Cristo. Para que vosotros mismos lo comprobéis, y por si tuvieras dificultad en acceder a ese texto, os transcribo el Salmo 100:
“Voy a cantar la bondad y la justicia,
Para ti es mi música, Señor;
Voy a explicar el camino perfecto:
¿Cuándo vendrás a mí?
Andaré con rectitud de corazón dentro de mi casa
No pondré mis ojos en intenciones viles;
Aborrezco el que obra el mal, no se juntará conmigo;
Lejos de mi el corazón torcido, no aprobaré al malvado.
Al que en secreto difama a su prójimo lo haré callar;
Ojos engreídos, corazones arrogantes, no los soportaré.
Pongo mis ojos en quienes son mis leales, ellos vivirán conmigo;
El que sigue un camino perfecto, ese me servirá;
No habitará en mi casa quien comete fraudes;
El que dice mentiras no durará en mi presencia;
Cada mañana haré callar a los hombres malvados,
Para excluir de la ciudad de Dios a todos los malhechores”
¿Qué os parece? Nada hay nuevo bajo el sol. ¿Sabrán nuestros políticos que existe el Salmo 100?
Pedro Motas Mosquera
No hay comentarios:
Publicar un comentario