miércoles, 28 de septiembre de 2016

EL CRIMEN DE LAS HERMANAS PAPIN


 
 
 
 

Las hermanas Papin.© Itsaso Álvarez Las hermanas Papin. «Léa fue quien arrancó los ojos a la señora. Yo bajé a la cocina y cogí un martillo y un cuchillo». El testimonio es de una de las hermanas Papin, dos monstruos de crueldad implacable o «dos monstruos sanguinarios», como las describieron los cronistas, que el 2 de febrero de 1933, en la ciudad francesa de Le Mans, asesinaron a una madre y a una hija para las que trabajaban. Del caso se ha escrito mucho y aparece recogido en el libro 'Los más famosos casos de psicosis' (Barcelona, Paidós, 2001). Los periódicos de la época siguieron con malestar el suceso y, una vez sentenciado, respiraron y echaron tierra sobre él. Pero psicólogos, juristas, poetas, cineastas y dramaturgos lo desenterraron después. Un delincuente habitual con pasión de escritor, Jean Genet, se inspiró en el suceso y concibió en 1947 uno de los pocos ritos trágicos genuinos del teatro contemporáneo, 'Las criadas' ('Les Bonnes', en su título original). En su estreno sufrió la repulsa de gran parte del público y la crítica, pero pasados los años se ha considerado uno de los textos dramáticos clave del teatro del siglo XX. Hace tres años se representó en el Teatro Arriaga.
El crimen cometido por estas dos jóvenes conmocionó a Francia y dejó entrever la situación del servicio doméstico. Lo absurdo de todo es que dio lugar a muy diversas justificaciones. Llegó a decirse que aquellas mujeres que escogían el oficio de sirvientas lo hacían movidas por algún tipo de atraso mental o afectivo. Las estadísticas revelaron que las empleadas del servicio doméstico eran el colectivo laboral con mayor índice de ingresos en psiquiátricos y mayor número de intentos de suicidio, duplicando el número de ingresos previsibles por su proporción en la población y suponiendo en algún caso más del 80% de los intentos de suicidio de las internas en centros psiquiátricos.
Hoy ofrecemos un sumario relato del caso. La familia Lancelin tomó de criadas en su hogar a Christine y Léa Papin. Tenían 28 y 20 años. Ambas eran hijas de Gustave Papin, un padre alcohólico y abusador, y de Clèmence Derèe. Habían sido empleadas bajo la expresa recomendación de su madre Clèmence, al no poderse hacer cargo de ellas. A otra hija mayor, Emilia, la depositó en un hospicio. Según se determinó, los Lancelin eran personas deferentes y su comportamiento con las hermanas Papin entró siempre en los límites establecidos de la corrección. Por su parte, las hermanas eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición. Sin embargo, un día estalló la mecha. Era jueves. La plancha se averió y saltaron los fusibles de la casa. La señora de la casa y su hija Geneviève volvían de compras. Christine explicó que no había podido acabar de planchar y fue reprendida. Entonces Christine y Léa se abalanzaron sobre sus amas y, enfurecidas, les sacaron los ojos y las mataron a cuchilladas y martillazos. Utilizaron variados instrumentos de cocina para destrozar los cuerpos.
Cuando la policía llegó, alertada por el padre de la familia, las encontró en la planta alta de la casa, en su cuarto, compartiéndo la misma cama, cubiertas de sangre. Abajo yacían los cuerpos inertes de la madre y su hija sobre un charco de sangre. Tejidos orgánicos cubrían las paredes y las escaleras. En el último escalón de éstas, un globo ocular intacto, con el nervio óptico completo como apéndice. Las pesquisas policiales y la autopsia revelaron que los ojos de las víctimas habían sido arrancados de sus órbitas cuando estas aún se hallaban vivas, y con las desnudas manos como único instrumento. «Hecho único en los anales de la criminología», se dijo.
Aunque sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, las dos hermanas se derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se entrelazaron y hubo que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre alaridos fueron encerradas en dos celdas individuales. En su declaración inicial, Christine argumentó lo siguiente: «Cuando la señora regresó le informé que la plancha estaba descompuesta de nuevo (la habían llevado a arreglar el día anterior) y que no había podido planchar. Ella quiso lanzarse sobre mí, estábamos mi hermana y yo. Al verlo le salté a la cara y le arranqué los ojos con mis dedos. Me equivoco, salté sobre la señorita Génevieve. En ese momento Léa, saltó sobre la señora y le arrancó igualmente los ojos. Cuando hubimos hecho esto, ellas se pusieron en cuclillas en el lugar; enseguida bajé a la cocina y fui a buscar un cuchillo y martillo. Con esto mi hermana y yo nos encarnizamos sobre nuestras dos patronas. No tenía odio sobre ellas, pero no admito el gesto que la señora tuvo esa tarde hacia mí».
Llegaron los trámites policiales, el horror ante el hecho concreto, los impávidos inspectores que, dominados por lo ominoso del acto, no podían resolver la situación. Los psiquiatras buscaron desesperadamente una explicación científica, guareciéndose en el argumento homosexual entre hermanas, epiléptico-histérico, etcétera. Algunos dijeron que las hermanas «llevaron a cabo el sueño, consciente o inconsciente, de toda sirvienta, de vengarse de la señora con más razón si la ésta es buena y estorba el odio sin culpa». Cinco días después, la hermana menor, Léa, contó a un juez que «cuando la señora levantó los brazos sobre mí tuve miedo que ejerciera violencia sobre mí y mi hermana, como lo había hecho ya antes». Narró que «un día percibió en el suelo un pedazo de papel, me agarró del brazo y, pellizcándome, me forzó a arrodillarme». También comentó que habló de todo esto con su madre, Clèmence, y que ella le dijo que «si eso se repetía y era necesario se defendiera».
Durante el juicio, el fiscal basó su alegato en la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer. Los defensores coincidieron en la rutina de irresponsabilidad por demencia. Los jueces sentenciaron pena de muerte conmutada por reclusión en un manicomio a Christine, y diez años de cárcel a Léa. Las hermanas Papin, «las perlas de los Lancelin», como las llamaban los vecinos, que tenían la idea de que eran dos chicas muy discretas y trabajadoras, no quisieron recurrir la sentencia y se negaron en rotundo a dar las gracias a sus abogados defensores. Su madre fue a visitarlas a la cárcel. Sus hijas no se inmutaban, no contestaron a ninguna de sus preguntas, la llamaban 'madame' (señora). En el manicomio de Rennes, donde la internaron, Christine se negó a comer y, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, murió de inanición. Su informe se perdió en el incendio de la institución médica a causa de un bombardeo de la aviación aliada durante la ocupación nazi. Léa salió de la cárcel el 3 de febrero de 1943. Volvió a casa con su madre y murió a los 70 años.
Durante mucho tiempo Francia se apasionó con la historia de las hermanas asesinas y se dividió en dos. Los más numerosos exigieron de inmediato que la justicia desenvainara sus filos, se reclamaba una venganza ejemplar. En la otra vereda, la inteligencia marxista y surrealista tomaba la palabra y se adueñaba de la noticia policial para defender sus ideas. Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir transformaron a las dos hermanas en víctimas de la lucha de clases. Entre las múltiples voces no faltó la del joven psiquiatra Jacques Lacan, quien no mucho tiempo antes del crimen había publicado 'La psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad’, conocida como 'El caso Aimée'. En el historial de Léa y Christine Papin halló la ocasión de continuar y extender sus tesis. Sus consideraciones, no obstante, eran muy diferentes a las de los peritos oficiales del caso, que encontraron a las hermanas Papin «completamente sanas y responsables de sus actos», y por tanto imputables. A favor de Lacan estuvo un psiquiatra, un tal Logre, llamado al estrado por la defensa durante el juicio, quien reclamó para las acusadas el diagnóstico de 'Folie à deux' o «locura comunicada», un raro síndrome psiquiátrico en el que un síntoma de psicosis es transmitida de un individuo a otro. Se dijo que de Clèmence, la madre, a su hija Christine. Y de Christine, la hermana mayor, a Léa, la pequeña.

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