La Patria es esa gran sociedad, a la que pertenece el hombre en base a particulares vínculos culturales e históricos. Dicha sociedad es no sólo la gran «educadora» de cada hombre, sino también una gran encarnación histórica y social del trabajo de todas las generaciones. Todo esto hace que el hombre concilie su más profunda identidad humana con la pertenencia a la nación y entienda su trabajo como instrumento del bien común elaborado juntamente con sus compatriotas, dándose así cuenta de que por este camino el trabajo sirve para multiplicar el patrimonio nacional.
La idea de nación se liga también a la idea de cultura. Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa del hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común.
El segundo elemento es el Estado y trato de destacar sus rasgos más importantes para el humanismo, añadiendo la posición social en tres puntos:
1ª. Que es crítico con los totalitarismos. El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado.
Y es crítico con los fundamentalismos o fanatismos de quienes, en nombre de una ideología, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien.
2ª. Que defiende el Estado de Derecho y la libertad. En una estricta teoría política, la democracia se apoya en tres pilares: la separación de poderes, el Estado de Derecho y la libre alternancia de los partidos. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de Derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.
3º. Que defiende los derechos humanos. Se asiste hoy al predominio, no sin contrastes, del ideal democrático junto con una viva atención y preocupación por los derechos humanos. Entre los principales hay que recordar: el derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad.
Nos iría mucho mejor en la España de nuestros días si todos defendiéramos estas ideas sobre la Patria y el Estado que parecen tan básicas y en muchos casos obvias.
La política es una misión. Tal misión puede considerarse ciertamente como una verdadera vocación a la acción política, concretamente, al gobierno de las naciones, a la elaboración de las leyes, o a la Administración Pública en sus diversos ámbitos. Es necesario, pues, preguntarse por la naturaleza, las exigencias y los objetivos de la política, para vivirla como hombres conscientes de su nobleza y, al mismo tiempo, de las dificultades y riesgos que comporta.
Además, la política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Bien común que “abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia”. La actividad política, por tanto, debe realizarse con espíritu de servicio. El que actúa en política ha de trabajar desinteresadamente, no buscando la propia utilidad, ni la de su propio grupo o partido, sino el bien de todos y de cada uno y, por lo tanto, y en primer lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad.
La preocupación esencial del hombre político tiene que ser la justicia. Una justicia que no se contenta con dar a cada uno lo suyo sino que tienda a crear entre los ciudadanos condiciones de igualdad en las oportunidades y, por tanto, a favorecer a aquéllos que, por su condición social, cultura o salud corren el riesgo de quedar relegados o de ocupar siempre los últimos puestos en la sociedad. No se trata de perseguir la igualdad, sino de luchar contra las desigualdades injustas o discriminatorias.
Éste es el escándalo de las sociedades opulentas del mundo de hoy, en las que los ricos se hacen cada vez más ricos, porque la riqueza produce riqueza, y los pobres son cada vez más pobres, porque la pobreza tiende a crear nueva pobreza. Sobre todo hoy, con el fenómeno de la globalización de los mercados.
En realidad, para vencer el egoísmo de las personas y de las naciones, lo que debe crecer en el mundo es el espíritu de solidaridad. Sólo así se podrá poner freno a la búsqueda de poder político y riqueza económica por encima de cualquier referencia a otros valores. En un mundo globalizado, aquellos que se sienten llamados a la vida política tienen la tarea -ciertamente bastante difícil, pero necesaria- de doblegar las leyes del mercado “salvaje” a las de la justicia y la solidaridad. Ese es el único camino para asegurar a nuestro mundo un futuro pacífico, arrancando de raíz las causas de conflictos y guerras: la paz es fruto de la justicia.
En relación con los que ejercen funciones legislativas, deben tener en cuenta la afirmación de que la ley positiva no puede contradecir la ley natural, al ser ésta una indicación de las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral y, por tanto, expresión de las características, de las exigencias profundas y de los más elevados valores de la persona humana.
Esto significa que las leyes tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano no es una ley conforme al designio divino. Así pues, un legislador no puede contribuir a formularla ni aprobarla en sede parlamentaria, aun cuando, durante las discusiones parlamentarias allí dónde ya existe, le es lícito proponer enmiendas que atenúen su carácter nocivo.
Cuando el legislador se encuentre ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia, será la prudencia, que es la virtud propia del político, la que le indique cómo comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente formada y, por otra, no deje de cumplir su tarea de legislador.
Para el político de hoy, no se trata de huir del mundo, sino más bien de dar testimonio de su propia conciencia y de ser coherente con los propios principios, en las circunstancias difíciles y siempre nuevas que caracterizan el ámbito político.
Pedro Motas Mosquera
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