lunes, 18 de julio de 2016

'Armar al pueblo': el suicidio de la República

 

Si aún quedaba algún vestigio de la legalidad republicana de 1931, Azaña lo desmanteló al armar a las milicias de los partidos y sindicatos del Frente Popular.
José Javier Esparza
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El Gobierno de la República dudó antes de tomar semejante medida; dudó mucho. Los socialistas llevaban días pidiendo insistentemente “armar al pueblo”, es decir, a sus militantes; al menos, desde el asesinato de Calvo Sotelo, secuestrado y muerto el 13 de julio por policías socialistas. Aunque, en realidad, la petición de armas era una constante desde 1931, cuando Largo Caballero las exigió para subrayar la atmósfera revolucionaria creada por la primera quema de conventos, en las semanas iniciales de la II República. Una vieja exigencia, pues.


Los socialistas siempre habían estado seguros de que podrían controlar al “pueblo” –y guiar la revolución. Así se lo afirmó Juan Simeón Vidarte, comisionado por el PSOE para ese fin, al presidente del Gobierno, Casares Quiroga. A nadie parecía preocuparle la eventualidad de que el armamento de las milicias se tradujera en una caza indiscriminada de enemigos en la retaguardia. Lo que les preocupaba era la revolución: a los socialistas les preocupaba desencadenarla; al Gobierno de la República, impedirla o, más bien, utilizarla en provecho propio.
Las izquierdas en la calle
Retrocedamos al 17 de julio, cuando empiezan a llegar desde Melilla las primeras noticias de la sublevación militar. Son las cuatro y veinte de la tarde de un viernes de verano. El Gobierno, que en ese momento preside Casares Quiroga, está desconcertado. Es el día 18 cuando empieza a entender que se halla ante un alzamiento de amplia extensión, que aún cobrará mayores dimensiones en las jornadas siguientes.
Desde la misma tarde del día 17, las calles de Madrid han empezado a llenarse de militantes de los partidos revolucionarios. La tesitura es delicadísima: toda esa multitud pertenece a los partidos que apoyan al Gobierno del Frente Popular, pero el gabinete está exclusivamente conformado por la minoría “moderada”, los republicanos de Azaña, el presidente de la República. Desde las elecciones del 16 de febrero, cuyos resultados habían sido objeto de distorsiones sin cuento, todo el empeño del Ejecutivo ha sido mantener el poder sin ceder a las presiones revolucionarias de sus coaligados del Frente Popular y, al mismo tiempo, concediéndoles pequeñas satisfacciones. Pero el poder en las Cortes y, sobre todo, en la calle no corresponde a la minoría republicana de izquierdas, sino precisamente a los partidos revolucionarios, y especialmente al PSOE. El Gobierno no sabe si la multitud que invade las calles quiere respaldar al Ejecutivo o si, al revés, pretende ejecutar la prometida revolución.
Esa es la situación que tiene que afrontar Casares Quiroga. Durante veinticuatro horas, los socialistas le piden armas reiteradamente. Él se niega una y otra vez. Difícil trago para quien hasta entonces no había dado especiales muestras de talento ni de firmeza. Santiago Casares Quiroga, republicano galleguista, había llegado a la presidencia del Gobierno en mayo de 1936, fruto casual de una maniobra patrocinada por el ala más izquierdista del PSOE. No es que las huestes de Largo Caballero quisieran a Casares en la presidencia; lo que querían era un Gobierno débil que se doblegara ante la fuerza socialista. Por eso estaba él allí: amigo personal de Azaña y varias veces ministro desde 1931, pero de escaso peso político y, además, seriamente minado por una tuberculosis que le hacía alternar periodos de energía con otros de profunda depresión. Casares sacó adelante el estatuto de autonomía de Galicia, y no sin sospechas de fraude. Hizo poco más. Sectario y beligerante, demostró una debilidad pasmosa a la hora de atajar las enormes violencias que sacudieron el país durante la trágica primavera de 1936. Él fue quien amenazó al dirigente de la oposición de derechas, José Calvo Sotelo, el 16 de junio en las Cortes; él dirigía el Gobierno el 13 de julio, cuando Calvo Sotelo fue secuestrado y asesinado por un comando policial socialista. Pero en esos días previos a la guerra, Casares se negó a “armar al pueblo”.
¿Por qué se negaba Casares? Los socialistas estaban pidiendo armas para sus milicianos desde el mismo 13 de julio: todos pensaban que el asesinato de Calvo Sotelo iba a provocar una insurrección militar. No les faltaba razón. La misma advertencia estaban haciendo los militares de la Unión Militar Republicana Antifascista, la UMRA, dominada por el PSOE y cuya mano, por cierto, aparece claramente tras el complot contra Calvo Sotelo. Pero Casares se resistía. Pensaba tenerlo todo bajo control. De hecho, en los meses anteriores había reestructurado a fondo las fuerzas de orden público, para garantizarse su fidelidad. Y con la Guardia de Asalto y la Guardia Civil bajo control, ¿para qué entregar armas a los partidos de izquierda, con el consiguiente riesgo de un movimiento revolucionario que diera al traste con la República misma? Era más práctico esperar a que todos los militares insurrectos dieran la cara, para que no escapara ninguno. La disyuntiva que tenía frente a sí el orden republicano se resumía en una doble amenaza: a un lado, la conspiración militar; al otro, la conspiración revolucionaria, con el relevante matiz de que los revolucionarios eran socios del Gobierno.
Todavía en la misma mañana del 18 de julio, con la sublevación militar ya en marcha, una comisión de diputados socialistas insiste en la petición de armas. Y Casares es explícito: la situación está controlada; por tanto, no hay armas. Según fuentes muy directas, Casares no hacía sino seguir las indicaciones estrictas de Azaña: era el presidente de la República quien estaba ordenando taxativamente que no hubiera armas para los revolucionarios, aunque Casares sí era partidario de entregarlas. ¿A qué temía Azaña? Evidentemente, a la revolución o, más precisamente, a una revolución que no iba a ser la suya.
La decisión de Azaña
El temor de Azaña a una revolución socialista o anarquista era perfectamente comprensible. El PSOE de Largo Caballero no había ocultado nunca que sólo esperaba una oportunidad para lanzarse a la arena. “La clase trabajadora tiene que hacer la revolución –había proclamado Largo el 2 de febrero de 1936 en Valencia-. Si no nos dejan, iremos a la guerra civil. Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle, que no nos hablen de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar cosas ni personas”.
Los comunistas y los anarquistas no estaban, evidentemente, en distinta posición. Y los azañistas eran perfectamente conscientes de la amenaza. El periódico Política, órgano del partido gubernamental Izquierda Republicana, escribía el 28 de junio: “Quien quiera tomar el Poder contra el pueblo ha de disputárselo en la calle al Gobierno legítimo. Y en la calle se encontrará frente al pueblo. Frente a todo el pueblo, porque el Ejército, en su entraña, también lo es”. Era una advertencia a dos bandas.
Quizás Azaña recordara en esos momentos, ante la revolución inevitable, sus propias palabras en noviembre de 1930, en el Ateneo de Madrid, cuando anunciaba “la gran renovación y trastorno necesitados por la sociedad española”. Había que romper con la trayectoria histórica de España –sostenía Azaña-, porque “España es víctima de una doctrina elaborada hace cuatro siglos en defensa y propaganda de la Monarquía católica imperialista, sobrepuesta con el rigor de las armas al impulso espontáneo del pueblo”. Así la República aún nonata señalaba su triple enemigo: Corona, Iglesia, Ejército, que deberían ser triturados por “los gruesos batallones populares, encauzados al objetivo que la inteligencia les señale”. La inteligencia era, por supuesto, el propio Azaña: “La obligación de la inteligencia, constituida, digámoslo así, en vasta empresa de demoliciones, consiste en buscar brazos donde los hay: brazos del hombre natural, en la bárbara robustez de su instinto elevado a la tercera potencia a fuerza de injusticias”.
Azaña, y como él muchos otros republicanos de izquierda, se veía a sí mismo como un nuevo Robespierre que enseña a los sans-culottes el camino de la libertad: “En el ápice del poderío, más aire me hubiese dado a Robespierre que a Marco Aurelio”, dice en sus Memorias. Pero he aquí que ahora el “hombre natural en la bárbara robustez de su instinto” pugnaba por emanciparse de la “inteligencia”, desdeñando a un Robespierre incapaz de dar el último paso hacia la revolución de verdad. Los “gruesos batallones populares” pedían armas. Y Azaña sabía que eso supondría el final de la República.
El último intento de Azaña fue una solución masónica: quitar de en medio a Casares, completamente superado por los acontecimientos, y encargar el Gobierno al presidente de las Cortes, Martínez Barrio, republicano anticlerical y masón, pero conservador, para tratar de llegar un acuerdo in extremis con los sublevados. Martínez Barrio llegará a hablar con Mola. Inútilmente: ya es imposible dar marcha atrás. Pero lo es para todos: los militares de la UMRA llevan horas repartiendo subrepticiamente algunas armas a los socialistas en Madrid y otras ciudades. En esos mismos militares confían los socialistas para encuadrar a los milicianos y convertirlos en un “ejército democrático”. El Gobierno Martínez Barrio apenas durará tres horas; su titular huirá hacia Valencia para escapar de las iras de los revolucionarios, que se han enterado del intento de pacto y lo consideran una traición.
Cerrada la vía negociadora, Azaña se siente incapaz de aguantar la presión socialista. Es entonces cuando da carta blanca al reparto de armas. Un distinguido político republicano, Ramón Feced Gresa, lo contará después de la guerra a los instructores de la Causa General. En el Palacio Nacional se reúnen Azaña, Martínez Barrio –que aún no ha escapado-, los socialistas Largo Caballero e Indalecio Prieto y los ministros republicanos Antonio de Lara, Augusto de Barcia y Felipe Sánchez-Román. Largo Caballero pide una vez más que se arme al “pueblo”. Azaña, quizá devuelto a la atmósfera de su discurso ateneísta de 1930, decide entonces que “las teorías, sin masas, no tienen valor”. En el rostro de Largo Caballero se dibuja una intensa expresión de satisfacción y triunfo. Algunos republicanos moderados –como Sánchez Román- rehúsan apoyar la medida y salen del Gobierno. La tarea recaerá en otro amigo personal de Azaña, José Giral. Él será quien tome la drástica decisión. Y así el Gobierno del Frente Popular armó a una fuerza que de inmediato iba a construir un poder paralelo. Si aún quedaba algún vestigio de la legalidad republicana de 1931, ese día se suicidó.

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