Hasta ahora hemos visto pocos gestos de humildad, de escuchar activamente, o de aprender rápido los usos y costumbres parlamentarias. Más bien al contrario, en algunos casos hay un verdadero exhibicionismo de recién llegado, que se compadece poco con quien debería tener el propósito de la concesión para pactar.
Para celebrar ese supuesto cambio de ciclo, celebran su ordinaria llegada, con ordinarios atuendo y actitudes. Entiéndase ordinario en el sentido de regular o normal funcionamiento de las cosas.
A estas alturas del partido, a nadie debería llamar la atención que quien quiera peine rastas o que se vista de forma desenfadada y cómoda. Quizá en la España de los años 60 se podía impresionar con el atuendo, pero hoy la originalidad es muy difícil, y pocas cosas tan anticuadas como pretender escandalizar desafiando al mundo con un peinado o un tatuaje. Ya no queda ninguna beata que se lleve las manos a la cabeza. Poca revolución, y poco cambio de orden, por tanto, hasta ahora.
Ningún cargo electo deberá ser juzgado por su indumentaria sino por sus actos. A ningún ciudadano nos preocupa como vistan o como vivan los nuevos diputados, sino qué y cuanto están dispuestos a hacer en la transcendental tarea de legislar y controlar al gobierno. El habito no hace al monje y nadie debería juzgar el libro por la cubierta.
Eso si, hay una cuestión formal que debería considerarse. Quienes tanto reivindican, seguramente conocerán el origen etimológico del verbo “reivindicar”, que hunde sus raíces en la terminología forense romana, y proviene de res-rei (la cosa) y “vindicar”, que era el acto formal y solemne de señalar con una vara (vindicta), originalmente al esclavo que debía ser manumitido, y posteriormente, al demandado o al objeto sobre el que se tenia una legitima pretensión. Los usos forenses de la antigua Roma revestían una gran formalidad, reflejo de lo avanzado de su cultura jurídica. Lo hacían por la misma razón por la que hoy un juez se viste con una incomoda toga para dictar sentencia, o un policía lleva uniforme y gorra para sancionarnos. Se trata de una elemental e importantísima cuestión formal; lo hacen para dotar de solemnidad cualquier acto de los poderes públicos, reconociendo el sometimiento a unas normas y principios. Dicho en términos constitucionales, supone hacer efectiva la “interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”. En última instancia, una elemental garantía de libertad, que si buscamos en la doctrina jurídica clásica, encontramos resumida en las palabras del jurista Ihering, “enemiga declarada de la arbitrariedad, la forma es hermana gemela de la Libertad”.
No en vano, en los países con más larga tradición liberal, las cuestiones formales son de gran importancia, y siempre se cuida la puesta en escena formal de los actos de los poderes públicos, no hay más que pensar en la solemnidad del parlamento británico, o en el revestimiento formal de la proclamación de un presidente en EEUU.
El atuendo, igual que el uniforme, es una convención, en última instancia un acuerdo de voluntades, producto del devenir de la costumbre, que discurre por vericuetos a veces de forma caprichosa. El tricornio podría haber sido diferente, como diferente podría ser la gorra o la corbata. La Reina de Inglaterra podría peinar cresta y un punk podría llevar, como grito de guerra, un sombrerito de color lila. La vindicta romana, en lugar de una vara de fresno, podría haber sido un óvalo de bronce, una taba de marfil o el asa de un ánfora de cerámica. En realidad es esencialmente irrelevante.
Lo relevante, y es muy relevante, es que una convención de todos, un acuerdo social, ha determinado que esa, y no otra, es la forma de solemnizar un acto de poder, sometido a la observancia estricta de un procedimiento.
Cuando el cansado Sir Wilfrid Roberts, al que da vida Charles Laugthon, en Testigo de Cargo, desempolva y se pone su ridícula peluca, al fin y al cabo similar a un manojo de rastas, lo hace por una voluntad inequívoca de atenerse al procedimiento. Cuando el digno policía Malone pasea con su uniforme reluciente por el puente de la Avenida Michigan en mitad de la noche, antes de unirse a Eliot Ness, y convertirse en el azote de la mafia y la corrupción, personifica la dignidad del ejercicio de un poder público, igual que hacen los policías, guardias civiles, militares, jueces o fiscales, que de forma ejemplarmente digna, con frío o con calor, se presentan ante los ciudadanos revestidos de autoridad formal, garantía para todos los administrados de que no están actuando “por sus pistolas”, sino en nombre y representación de un poder del Estado, del que son depositarios precisamente para actuar sometidos al imperio de la ley y a la estricta observancia de procedimientos.
El día en que un guardia de tráfico haga detener nuestro vehículo ataviado con una chupa de cuero, estaremos más cerca de que decida que nuestro comportamiento al volante merece un porrazo. El día en que un juez dicte sentencia con un poncho en lugar de una toga, estaremos más cerca de una sentencia arbitraria. El día en que un policía, de los que vigila el Congreso de los Diputados en agosto, lo haga según las costumbre de sus Señorías, y se ponga unas bermudas o un chándal, quien se acerque a reivindicar aquello que considere legítimo, estará más cerca de recibir un trato injusto o desproporcionado.
Y cada vez que un diputado, o diputada, suba al estrado con la actitud y el atuendo de quien pasea por Malasaña, estaremos todos un poco más cerca de darle una patada a la libertad, a la justicia, a la igualdad o al pluralismo político. No sabemos si es esa la intención de la enigmática promesa de lealtad y enmienda. Repárese en lo paradójico de la promesa inalcanzable de lealtad a algo que se desea distinto (te juro amor eterno, Manolo, y trabajaré para que seas otro….). Por sus hechos les conoceremos. Esperemos que estén a la altura de la dignidad de su nuevo cargo, y sería deseable que actúen revestidos de la formalidad exigible por los ciudadanos. Y de vuelta a su casa, que se vistan como quieran.
Guillermo Sáenz Escardó
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