Cuando Madrid quiso dejar de tener encanto construyó moles de ladrillo, de portales inmensos con garaje, portones descomunales a la entrada y enjambres de pisos ni grandes ni pequeños, todos iguales, con trastero arriba. En el centro, un jardín con piscina y pista de pádel configura el lugar de esparcimiento común de vecinos clónicos con objetivos uniformes. Los barrios de Madrid, especialmente en su mitad sur, están poblados de estas negaciones habitacionales de lo peculiar. En la calle Gasómetro, en Acacias, cerca del Rastro, hay uno de ellos. Un edificio en cuyos bajos ocupan las esquinas un Telepizza y un Ahorra Más. Entre medias, una asesoría, una papelería, un restaurante japonés, una farmacia (también igual que todas las de hoy: con un horario amplio y la farmacéutica que parece una DJ, puesta ahí en medio) y un gimnasio que se llama Muscle Art, y que desde fuera parece tener más Muscle que Art. Previsible todo. Sin embargo, casi nadie, ni siquiera muchos de los vecinos que ocupan esos pisos con persianas y toldos idénticos, sabe que ahí estuvo hasta hace menos de 30 años uno de los recintos deportivos más míticos de la historia de España.
José Durán parió un 18 de mayo de 1976, ya muerto Franco y con el boxeo español comenzando su decadencia, una de las peleas más gloriosas de la historia del pugilismo patrio. Una victoria asombrosa ante el antiguo campeón del mundo del peso superwélter Koichi Wajima, que le había preparado una encerrona en Tokio que incluía árbitro japonés de incógnito y todo tipo de trampas.
Manuel Alcántara, nuestro Norman Mailer (pero Alcántara mejor, por más preciosista en la prosa y menos racista en el fondo), escribió en Marca sobre la derecha a la contra definitiva de Durán: «El golpe (...) suena como una detonación. Es imposible que pueda asimilarlo, es mucho el castigo que ha recibido este kamikaze en esta pelea y en otras terribles peleas anteriores. Está maduro para la horizontal, preparado para dejar de ser no sólo campeón, si no también boxeador. (...) Yo os juro que si Wajima muere, será ésta mi última crónica de boxeo». Escribía esto tras ver, 20 minutos después del pleito, cómo el japonés se iba para el hospital con una sábana cubriéndole la cabeza. Hoy, a sus 73 años, Wajima sigue vivo, aunque sólo peleó una vez más. Durán le dedicó la victoria a sus hijos y a la afición española, «a pesar de que no creían en mí».
Dice Durán que nunca fue famoso porque ni se casó con una folclórica ni se arruinó. En sus buenos tiempos, cuando cenaban muchos y le pasaban la cuenta al boxeador, su mujer, que solía viajar con él, agarraba el ticket, hacía señas y decidía qué se pagaba y qué no. Hoy tiene su casa de Vallecas, otra en El Escorial y una vida tranquila, apuntalada con su trabajo posterior a la gloria del cuadrilátero: primero fue el tipo que limpiaba las armas en algunos cuarteles del Ejército de Madrid y luego, el de mantenimiento. Le llamaban El Monje, por lo tranquilo cuando boxeaba y en su vida, y lo sigue siendo.
Se le atasca alguna palabra, como antaño, y recuerda las peleas con menos nitidez que antes a esos 70 años, que no aparenta. Pero cuando emboca con su hijo Víctor la calle Gasómetro desde el tren de Pirámides, del que se ha bajado para ir a la entrevista, ve el mamotreto de ladrillo, ése que es igual que cualquier otro, y dice sin dudar, como si hubiera vuelto 40 años atrás: «Aquí es».
Y sí, es allí. Allí estuvo, aunque nada lo recuerde (ni una placa, no vaya a ser que la ciudad rememore su propio encanto), el Campo del Gas. El gran recinto del boxeo humilde de la España del siglo XX. El lugar donde el deporte de la clase obrera se juntaba con la clase obrera para divertirse y batallar en verano. Lo que siempre será un recinto mítico del pugilismo patrio, nuestro Madison Square Garden sin techo y con sillas de tijera sobre la arena de un campo de fútbol, hoy no es nada. En 1987 lo derribaron con la idea de hacer un parking y se quedó, como casi todo en Madrid, en pisos. Pero Durán, uno de tantos que gestaron allí su leyenda, se acuerda, vaya si se acuerda. Y lo señala sin dudar, en un tiempo en el que ya duda de algunas cosas.
Casi 100 años después de su fundación, la Sociedad Madrileña para el Alumbrado del Gas dedicó unos terrenos adyacentes a su sede a un campo de fútbol. El popular Campo del Gas se construyó en 1943 y fue la casa de multitud de equipos madrileños del fútbol modesto, aunque por lo que se hizo famoso fue por sus veladas veraniegas de boxeo y lucha libre, dos de los entretenimientos predilectos de la capital.
Sin fútbol y acabada la Feria de San Isidro, los madrileños iban con los hijos masivamente al Campo del Gas a vivir el boxeo y soñar la lucha libre. En el Noble Arte, el Campo del Gas representaba a las clases más populares: no acogía los grandes títulos, reservados para el Palacio de los Deportes, el Circo Price o la Plaza de Toros de Las Ventas. Allí, Bibi tenía un ambigú, que así se llamaba el bar del recinto, en el que servían copazos sin medida y sin gran conversación a currantes, periodistas, árbitros, entrenadores y algún poeta.
Para Durán era un recinto ideal por detalles que escapan al romanticismo: «Era al aire libre, y eso era importante por una cosa: no era como en el Price, que dejaban fumar y te ahogabas. En el boxeo tienes que respirar más fuertemente, y siendo sin techo el aire era el mejor. El Gas era también importante porque quien iba era el que entendía de boxeo. El Palacio de los Deportes se llenaba para ver caer al nuevo rival-paquete de Urtain. Tú peleabas en serio allí y no te comías nada. Te decían: 'Noquéalo, pero que haga mucho ruido al caer, para que la gente diga 'Hala, qué hostión'. Tú peleabas de semifondo y ni te iban a ver. Pero al Gas iba el entendido, al que le gustaba el boxeo de verdad».
Él peleó en el Gas cuando todavía era un segunda fila, pero recuerda que lo hizo ocho veces. Una de ellas, su sexto combate de amateur, le marcó para siempre. «Yo le ocultaba a mis padres que boxeaba. Los permisos para hacerlo me los firmaba un hermano mayor. Pero tras una pelea, una vecina se acercó a mi madre con el periódico en la mano: 'Señora Trini, ¿este José Durán que sale en el Marca no será su hijo?' '¡No, por Dios! ¿Cómo va a ser mi hijo?', respondió mi madre, pero ya empezó a atar cabos: la ropa sudada, lo cansado que llegaba a casa... Y otro día, tras pelear en el Gas, me trincaron. La mañana siguiente al combate me levanté para ir a trabajar. Allí estaba mi madre con el Marca. '¿Este José Durán eres tú?' Confesé y no veas la que se lio. Les prometí que lo dejaba. Mi padre estaba enfermo y bebía mucho, así que le dije: 'Papá, yo dejo el boxeo si tú dejas de beber'. Él cumplió su parte, pero yo no. Cambié el turno en el trabajo para salir dos horas antes, en ese tiempo entrenaba y llegaba a casa de mis padres a la hora de siempre», relata Durán.
Recuerda nítidamente otra batalla, ya de profesional: «Otra vez me enfrenté a uno de los mejores boxeadores que ha pisado las tierras españolas aunque, por suerte para mí, cuando me medí con él no estaba muy bien entrenado: Ángel Robinson García. El tipo era buenísimo. Peleó contra los mejores: Carrasco, Legrá, Velázquez... y a todos les puso muchas dificultades. Pero ya te digo que cuando yo peleé con él era otra cosa. Justo antes de salir al ring lo vi en el vestuario y se estaba fumando un cigarro», recuerda.
Habla Durán en la calle Gasómetro, al lado de un parque desde el que un borracho nos grita que viva Franco y viva el Real Madrid. Cae un calor de los mil grados que derrite las voluntades y ninguno de los pocos que pasan por la calle repara en el viejo boxeador. Es emocionante cómo Durán, mientras señala un edificio insulso, describe cuando era un recinto de gloria, batalla y vida. «La gente bajaba de Tirso de Molina o de Embajadores en el metro, o en el autobús desde Atocha», dice, apuntando a calles que ya no recuerdan esas riadas de hombres, niños y pocas mujeres que iban a rendir pleitesía a los modestos boxeadores y podían comprar, en los tenderetes de fuera, desde tabaco del malo o del menos malo, a tragos de agua de botijo por 10 céntimos y la voluntad.
«Aquí había una tapia blanca», relata Durán, y su mano pasa por el gimnasio, por la asesoría, por la farmacia. «Aquí la entrada a los vestuarios», y extiende el dedo hacia un Telepizza como tantos otros. Sigue ahí El Monje, el viejo boxeador, señalando el mamotreto de ladrillo. «Era un sitio muy curioso. Tú entrabas por la misma puerta que el público, por ahí. A la izquierda quedaban los vestuarios y desde allí salía una escalera que bajaba al centro del campo, que era donde estaba el ring, rodeado por una pequeña grada y muchas sillas en la arena», añade. Asegura su hijo Víctor que Durán ya no lo recuerda todo como antes, y será verdad. Pero uno no puede olvidar el lugar donde se jugó la salud por el sueño de ser boxeador.
Si uno mira la escena, la de un tipo mayor y fuerte hablando con pasión de un edificio joven y rotundo, no tiene mucho sentido. Sin embargo, ambos comparten el olvido. «Muy poca gente me conoce, y yo tengo mi corazoncito y me fastidia. Por ejemplo: viajo con los abueletes, con el Imserso, porque ya estoy jubilado, y saben quién soy los cuatro amigos que van conmigo», asume Durán.
El solar del Gas no puede hablar, aunque nadie, ni siquiera muchos vecinos que viven sobre él, saben de su leyenda. Ni nosotros debemos olvidar al gran José Durán, que un día fue campeón, ni una ciudad debería arrinconar fuera de los márgenes de la memoria que ese edificio como tantos fue un lugar como pocos.
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