Ni trenes nazis cargados de riquezas, ni la increíble fortuna supuestamente escondida por los hombres de Adolf Hitler tras la Segunda Guerra Mundial. Nuestro país no necesita leyendas extranjeras de tesoros extraviados para siempre, pues cuenta con varias acaecidas en sus fronteras. Una de ellas, precisamente, es la del «séptimo camión», un vehículo lleno de oro y de varias obras de arte que, en los últimos días de la Guerra Civil, se habría perdido mientras viajaba a un lugar desconocido para depositar allí su valiosa carga. Desde entonces, se desconoce qué fue de él. Y todo ello, a pesar de que su paradero ha sido investigado por varios historiadores. Algo similar a lo que sucede a día de hoy con el ferrocarril germano que se esconde presuntamente en Polonia.
Esta historia se debate (como tantas otras parecidas) entre la historia y la leyenda. Su origen se encuentra en la Guerra Civil española y, curiosamente, no tiene nada que ver con los famosos acontecimientos del «Oro de Moscú» (la partida de más de 700 toneladas de este material a la URSS como pago por el armamento que desde allí se enviaba a la República). Los acontecimientos que a nosotros nos atañen se desencadenaron al comienzo de la contienda, en el momento en que las tropas de Francisco Franco se dirigían hacia Madrid con intención de conquistarla.
Fue entonces cuando la cúpula del gobierno central (ubicada en la capital) decidió poner tierra de por medio entre ellos y el ejército enemigo y trasladar su sede a Valencia el 6 de noviembre de 1936. La decisión se tomó, según explicaba el diario «El mercantil de Valencia», para «organizar desde aquí la victoria definitiva». La realidad, no obstante, era que la defensa de Madrid se planteaba ardua al no contar con tropas entrenadas. Fuera como fuese, se inició el viaje. Pero en la caravana que partió desde la urbe no viajaban únicamente los miembros de un gobierno al frente del que se encontraba Largo Caballero, sino que en ella también se encontraban los mayores tesoros de Madrid.
Aunque la decisión parecía lógica, no gustó demasiado en el Museo. «El subdirector vio mayor riesgo para la integridad de las obras en el viaje que en su permanencia en Madrid. La determinación de las autoridades republicanas de evacuar de Madrid las obras de arte se basaba, no sólo en motivos de seguridad frente a los bombardeos, sino también en razones políticas: el Gobierno republicano pretendía con ello mantener un control directo del tesoro artístico español. La operación de evacuación se llevó a cabo de manera precaria al disponer de personal técnico, materiales de acondicionamiento y medios de transporte escasos, a pesar de lo cual fueron trasladados más de dos mil cuadros, la casi totalidad de la colección real de tapices y miles de libros, documentos y objetos histórico-artísticos», se determina en la web.
Además de los lienzos, también se decidió enviar a la nueva sede del gobierno una buena parte del dinero que era incautado día tras día por el Tribunal Popular de Responsabilidades Civiles. «A este tribunal se le había encomendado la tarea de hacer que los costes y daños a que estaba dando lugar la sublevación fueran financiados por los que, directa o indirectamente, hubieran tenido alguna participación en el movimiento rebelde», explica el popular economista José Ángel Sánchez Asiaín en su dossier «Recursos económicos y organización territorial en la República de la Guerra Civil». El capital resultante de este «recolección» era habitualmente enviado a Figueras desde las diferentes administraciones provinciales y, desde allí, partía a Francia.
Como anécdota, la mudanza (en la que también hubo todo tipo de obras de arte) no fue precisamente ejemplar, pues se hizo a la carrera y de una forma atropellada. No en vano, tras la salida del gobierno hacia Valencia un operario se encontró una caja llena de brillantes producto de «registro, incautaciones y secuestros» que había sido olvidada. A Manuel Azaña conocer este hecho le indignó sobremanera. De hecho, llegó a señalar que «nadie la custodiaba», por lo que cualquiera podría haber cogido «brillantes a puñados».
Aunque las versiones varían en este punto, la región que señala este historiador sería Figueras (algo que encaja, pues Asiaín determina por su parte que en esta zona había un castillo que hacía las veces de «almacén central» y que contaba con una ingente fortuna en su interior).
Además de en Figueras, parte fue ocultado (siempre en palabras de este experto) en La Vajol, un pequeño pueblo ubicado a unos 20 kilómetros de Figueras. Allí fue guardado en una mina perfectamente acondicionada como búnker. Una edificación que recibía el nombre de «Mina de Negrín» debido a que había sido incautada por el gobierno. «Durante la última etapa del gobierno republicano fue confiscada y en ella se guardaron obras del Museo del Prado y oro procedente del Banco de España. En el interior de [una de las] galerías se construyó una cámara acorazada con hormigón armado y vigas de acero, delante de la cual se ubicó [...] un centinela permanentemente», explica Cristóbal García Manteca en su obra «Patrimonio geológico y minero y desarrollo regional».
«En febrero de 1939 parecía que toda Cataluña estuviese huyendo. Algunos refugiados prefirieron coger la ruta costera [...]. Los demás, la mayor parte de la población, cruzaron la frontera en Le Perthus, lo que provocó grandes atascos de varias decenas de kilómetros. Otros, para intentar evitar las multitudes, se alejaron de las carreteras, fueron por caminos o sendas de montaña, y se encontraron en valles y puertos más o menos impracticables en ese momento del año», completa Valode en su obra.
Ciudad tras ciudad, los franquistas fueron tomando toda Cataluña. La situación no podía ser peor para los republicanos. Por ello, el Comité Internacional para el Salvamento de los Tesoros de Arte Españoles (un organismo recién creado) determinó que lo idóneo era firmar un acuerdo con la Sociedad de Naciones para que los cuadros del Museo del Prado fuesen enviadas a Ginebra. Con todo, se estableció que esta solución sería solo temporal y en favor del patrimonio de nuestro país, por lo que todo lo entregado sería devuelto una vez finalizada la contienda. Este acuerdo se sucedió, como bien explicó uno de sus firmantes, por la noche y a la luz de los faros de un coche por su urgencia.
Tomada la decisión, entre el 4 y el 9 de febrero salieron de la zona un total de 71 camiones cargados con los lienzos del Museo del Prado y parte del tesoro. Nuevamente, las prisas no fueron buenas consejeras para el gobierno de la República y las obras de arte se cargaron en unas condiciones muy precarias. Pero el tiempo apremiaba.
Aquellos camiones cruzaron las montañas acompañando a los cientos y cientos de personas que habían decidido exiliarse a nuestro país vecino. «Una vez en Francia, la carga se traspasó a vagones de tren que partieron de Perpiñán hacia Suiza el 12 de febrero, en una expedición financiada por el Comité Internacional. Cinco días después, la preciada carga llegó a la sede de la Sociedad de Naciones en Ginebra», determina el mismo museo.
Hasta aquí todo es Historia. El resto esta conformado por una mezcla de verdad y de leyenda que multitud de historiadores e investigadores han tratado de verificar.
Tal y como explica la historiadora Assumpta Montella en su obra «El setè camió: El tresor perdut de la República», siete de los últimos camiones que partieron tuvieron que pasar a través del Coll de Li en dirección hacia el pueblo de Maureillas-las-Illas. Nada extraño. Sin embargo, de esta pequeña escisión del convoy únicamente llegarían seis vehículos a su destino. Uno de ellos se perdió misteriosamente.. ¿Cuál era su carga? Al parecer, llevaba en su interior entre 10 y 12 toneladas de oro y, según algunos autores como Vicent Melià i Bomboí, obras de arte como el cáliz del Papa Luna y varios documentos de la Catedral de Tortosa.
¿Qué sucedió con él? Las teorías sobre el devenir de este camión fueron varias y sumamente rocambolescas.
Al parecer, este hombre le desveló que tanto él como sus compañeros decidieron que su carga era demasiado valiosa como para desperdiciarla, por lo que se hicieron con su contenido, lo enterraron y abandonaron el camión. Esta teoría es puesta en duda debido a que Vicente afirmó primero que había cometido el robo acompañado de dos compañeros y, posteriormente, cambió la versión y dijo que sus camaradas eran siete.
Vicente trató de encontrar en 1957 el lugar en el que presuntamente había escondido las obras de arte y los lingotes con ayuda de varios cazadores de tesoros, pero fue inútil. Dijo que el terreno había cambiado demasiado como para recordar el lugar exacto.
«En marzo de 1939, un camión cargado con entre nueve y doce toneladas de oro guardado en cajas cerradas consigue cruzar la frontera por Cerbère. A bordo, iban un oficial y dos soldados que consiguieron llevar el vehículo por la carretera de Argelès a Perpignan. En Elne, cogieron la D40, cruzaron por Latour-Bas-Elne; después, en Saint-Cyprien, fueron por la D22, y volvieron sin darse cuenta hacia el sur, hasta un penoso camino de tierra que llevaba a la costa, en un lugar pantanoso. llegar más lejos, se detuvieron a unos ochocientos metros de la orilla».
«La noche había caído y no tenían ni idea de dónde estaban, excepto que se encontraban en territorio francés, en una zona arenosa y pantanosa. Allí decidieron enterrar su botín, después de haber intentado marcar la zona como pudieron. Pasaron gran parte de la noche transportando las cajas y cavando una zanja casi en la orilla. Cada caja contenía tres lingotes de veinticuatro. kilos. Una vez que acabaron el trabajo, los tres soldados condujeron el camión lejos, lo abandonaron y, a primera hora de la mañana, se presentaron a las autoridades y dejaron que los internaran cerca de su escondite, a la espera de que llegaran días mejores».
Esta historia se debate (como tantas otras parecidas) entre la historia y la leyenda. Su origen se encuentra en la Guerra Civil española y, curiosamente, no tiene nada que ver con los famosos acontecimientos del «Oro de Moscú» (la partida de más de 700 toneladas de este material a la URSS como pago por el armamento que desde allí se enviaba a la República). Los acontecimientos que a nosotros nos atañen se desencadenaron al comienzo de la contienda, en el momento en que las tropas de Francisco Franco se dirigían hacia Madrid con intención de conquistarla.
Fue entonces cuando la cúpula del gobierno central (ubicada en la capital) decidió poner tierra de por medio entre ellos y el ejército enemigo y trasladar su sede a Valencia el 6 de noviembre de 1936. La decisión se tomó, según explicaba el diario «El mercantil de Valencia», para «organizar desde aquí la victoria definitiva». La realidad, no obstante, era que la defensa de Madrid se planteaba ardua al no contar con tropas entrenadas. Fuera como fuese, se inició el viaje. Pero en la caravana que partió desde la urbe no viajaban únicamente los miembros de un gobierno al frente del que se encontraba Largo Caballero, sino que en ella también se encontraban los mayores tesoros de Madrid.
Los tesoros se mueven
Y es que, en ella partieron varios lienzos de gran importancia artística. Unos cuadros que, en parte, provenían del Museo del Prado. Algo que es corroborado a día de hoy por la propia web del centro, donde se explica que, el 5 de noviembre, Josep Renau (director general de Bellas Artes) informó al entonces subdirector del centro -Francisco Javier Sánchez Cantón- de que los cuadros de su centro viajarían a tierras valencianas para evitar que cayeran en manos enemigas. La orden llegó esa misma tarde y establecía (en principio) que 42 obras debían ser preparadas para el viaje. Exactamente 37 de ellas pertenecían al Museo, mientras que el resto eran propiedad de varias instituciones. Al final, este número varió.Aunque la decisión parecía lógica, no gustó demasiado en el Museo. «El subdirector vio mayor riesgo para la integridad de las obras en el viaje que en su permanencia en Madrid. La determinación de las autoridades republicanas de evacuar de Madrid las obras de arte se basaba, no sólo en motivos de seguridad frente a los bombardeos, sino también en razones políticas: el Gobierno republicano pretendía con ello mantener un control directo del tesoro artístico español. La operación de evacuación se llevó a cabo de manera precaria al disponer de personal técnico, materiales de acondicionamiento y medios de transporte escasos, a pesar de lo cual fueron trasladados más de dos mil cuadros, la casi totalidad de la colección real de tapices y miles de libros, documentos y objetos histórico-artísticos», se determina en la web.
Además de los lienzos, también se decidió enviar a la nueva sede del gobierno una buena parte del dinero que era incautado día tras día por el Tribunal Popular de Responsabilidades Civiles. «A este tribunal se le había encomendado la tarea de hacer que los costes y daños a que estaba dando lugar la sublevación fueran financiados por los que, directa o indirectamente, hubieran tenido alguna participación en el movimiento rebelde», explica el popular economista José Ángel Sánchez Asiaín en su dossier «Recursos económicos y organización territorial en la República de la Guerra Civil». El capital resultante de este «recolección» era habitualmente enviado a Figueras desde las diferentes administraciones provinciales y, desde allí, partía a Francia.
Como anécdota, la mudanza (en la que también hubo todo tipo de obras de arte) no fue precisamente ejemplar, pues se hizo a la carrera y de una forma atropellada. No en vano, tras la salida del gobierno hacia Valencia un operario se encontró una caja llena de brillantes producto de «registro, incautaciones y secuestros» que había sido olvidada. A Manuel Azaña conocer este hecho le indignó sobremanera. De hecho, llegó a señalar que «nadie la custodiaba», por lo que cualquiera podría haber cogido «brillantes a puñados».
El búnker secreto
El periplo del tesoro terminó en Valencia y Barcelona. Al menos hasta 1938, cuando la situación de la República era insostenible y la capital catalana estaba a punto de caer en manos del ejército de Franco. En ese momento, según afirma el historiador Philippe Valode en su obra «Los dossieres secretos de la Segunda Guerra Mundial», las riquezas que todavía estaban en posesión del gobierno fueron llevadas hasta un último enclave en la que defenderlas.Aunque las versiones varían en este punto, la región que señala este historiador sería Figueras (algo que encaja, pues Asiaín determina por su parte que en esta zona había un castillo que hacía las veces de «almacén central» y que contaba con una ingente fortuna en su interior).
Además de en Figueras, parte fue ocultado (siempre en palabras de este experto) en La Vajol, un pequeño pueblo ubicado a unos 20 kilómetros de Figueras. Allí fue guardado en una mina perfectamente acondicionada como búnker. Una edificación que recibía el nombre de «Mina de Negrín» debido a que había sido incautada por el gobierno. «Durante la última etapa del gobierno republicano fue confiscada y en ella se guardaron obras del Museo del Prado y oro procedente del Banco de España. En el interior de [una de las] galerías se construyó una cámara acorazada con hormigón armado y vigas de acero, delante de la cual se ubicó [...] un centinela permanentemente», explica Cristóbal García Manteca en su obra «Patrimonio geológico y minero y desarrollo regional».
Comienza el misterio
En este emplazamiento permaneció el tesoro hasta que estuvo claro que la caída de la República era inminente y que los franquistas no tardarían en plantarse frente a las puertas del último reducto del gobierno. Para entonces el calendario se había detenido en los primeros días de febrero de 1939 y el éxodo de españoles hacia Francia se había generalizado.«En febrero de 1939 parecía que toda Cataluña estuviese huyendo. Algunos refugiados prefirieron coger la ruta costera [...]. Los demás, la mayor parte de la población, cruzaron la frontera en Le Perthus, lo que provocó grandes atascos de varias decenas de kilómetros. Otros, para intentar evitar las multitudes, se alejaron de las carreteras, fueron por caminos o sendas de montaña, y se encontraron en valles y puertos más o menos impracticables en ese momento del año», completa Valode en su obra.
Ciudad tras ciudad, los franquistas fueron tomando toda Cataluña. La situación no podía ser peor para los republicanos. Por ello, el Comité Internacional para el Salvamento de los Tesoros de Arte Españoles (un organismo recién creado) determinó que lo idóneo era firmar un acuerdo con la Sociedad de Naciones para que los cuadros del Museo del Prado fuesen enviadas a Ginebra. Con todo, se estableció que esta solución sería solo temporal y en favor del patrimonio de nuestro país, por lo que todo lo entregado sería devuelto una vez finalizada la contienda. Este acuerdo se sucedió, como bien explicó uno de sus firmantes, por la noche y a la luz de los faros de un coche por su urgencia.
Tomada la decisión, entre el 4 y el 9 de febrero salieron de la zona un total de 71 camiones cargados con los lienzos del Museo del Prado y parte del tesoro. Nuevamente, las prisas no fueron buenas consejeras para el gobierno de la República y las obras de arte se cargaron en unas condiciones muy precarias. Pero el tiempo apremiaba.
Aquellos camiones cruzaron las montañas acompañando a los cientos y cientos de personas que habían decidido exiliarse a nuestro país vecino. «Una vez en Francia, la carga se traspasó a vagones de tren que partieron de Perpiñán hacia Suiza el 12 de febrero, en una expedición financiada por el Comité Internacional. Cinco días después, la preciada carga llegó a la sede de la Sociedad de Naciones en Ginebra», determina el mismo museo.
Hasta aquí todo es Historia. El resto esta conformado por una mezcla de verdad y de leyenda que multitud de historiadores e investigadores han tratado de verificar.
Tal y como explica la historiadora Assumpta Montella en su obra «El setè camió: El tresor perdut de la República», siete de los últimos camiones que partieron tuvieron que pasar a través del Coll de Li en dirección hacia el pueblo de Maureillas-las-Illas. Nada extraño. Sin embargo, de esta pequeña escisión del convoy únicamente llegarían seis vehículos a su destino. Uno de ellos se perdió misteriosamente.. ¿Cuál era su carga? Al parecer, llevaba en su interior entre 10 y 12 toneladas de oro y, según algunos autores como Vicent Melià i Bomboí, obras de arte como el cáliz del Papa Luna y varios documentos de la Catedral de Tortosa.
¿Qué sucedió con él? Las teorías sobre el devenir de este camión fueron varias y sumamente rocambolescas.
1-En México
La primera teoría afirma que este camión tenía un destino diferente al resto de sus compañeros y se desvió hasta la costa. Desde allí, habría sido transportado hasta México, donde se le perdió la pista.2-Robado
La segunda que explicamos aquí fue ofrecida por el buscador de tesoros Robert Charroux. En una de sus obras, este autor afirma que tuvo la oportunidad de hablar con uno de los soldados que viajaba en este vehículo para protegerlo, un tal Vicente.Al parecer, este hombre le desveló que tanto él como sus compañeros decidieron que su carga era demasiado valiosa como para desperdiciarla, por lo que se hicieron con su contenido, lo enterraron y abandonaron el camión. Esta teoría es puesta en duda debido a que Vicente afirmó primero que había cometido el robo acompañado de dos compañeros y, posteriormente, cambió la versión y dijo que sus camaradas eran siete.
Vicente trató de encontrar en 1957 el lugar en el que presuntamente había escondido las obras de arte y los lingotes con ayuda de varios cazadores de tesoros, pero fue inútil. Dijo que el terreno había cambiado demasiado como para recordar el lugar exacto.
Una de las teorías afirma que los soldados que lo custodiaban enterraron su carga antes de entregarseAsí explica Charroux esta teoría:
«En marzo de 1939, un camión cargado con entre nueve y doce toneladas de oro guardado en cajas cerradas consigue cruzar la frontera por Cerbère. A bordo, iban un oficial y dos soldados que consiguieron llevar el vehículo por la carretera de Argelès a Perpignan. En Elne, cogieron la D40, cruzaron por Latour-Bas-Elne; después, en Saint-Cyprien, fueron por la D22, y volvieron sin darse cuenta hacia el sur, hasta un penoso camino de tierra que llevaba a la costa, en un lugar pantanoso. llegar más lejos, se detuvieron a unos ochocientos metros de la orilla».
«La noche había caído y no tenían ni idea de dónde estaban, excepto que se encontraban en territorio francés, en una zona arenosa y pantanosa. Allí decidieron enterrar su botín, después de haber intentado marcar la zona como pudieron. Pasaron gran parte de la noche transportando las cajas y cavando una zanja casi en la orilla. Cada caja contenía tres lingotes de veinticuatro. kilos. Una vez que acabaron el trabajo, los tres soldados condujeron el camión lejos, lo abandonaron y, a primera hora de la mañana, se presentaron a las autoridades y dejaron que los internaran cerca de su escondite, a la espera de que llegaran días mejores».
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