domingo, 27 de marzo de 2016

Cómo España logró crear la Armada más temible del mundo

 

Tras la Guerra de Sucesión, y a la vista de los acontecimientos, Felipe V decidió revitalizar la flota española y reinventó una institución tan certera como imponente
Foto: El Infante Don Pelayo acude al rescate del Santísima Trinidad en la Batalla del Cabo de San Vicente del 14 de febrero de 1797.
El Infante Don Pelayo acude al rescate del Santísima Trinidad en la Batalla del Cabo de San Vicente del 14 de febrero de 1797.
“La humanidad, partiendo de la nada y con su solo esfuerzo, ha llegado a alcanzar las más altas cotas de miseria”.
–Groucho Marx
En el siglo XVIII, la marina de guerra española era una sombra de lo que fue. Se combatía sin recursos prácticamente, y a partir de 1700, casi siempre a la defensiva. La imagen era deplorable y el estado de la flota, penoso. El declive de su poderío pretérito, el que nos dio grandeza y prestigio, solo era una calcomanía o mal remedo de una elite de marinos virtuosos, tenaces y en muchas ocasiones, heroicos. Pero algo cambió cuando tres grandes políticos de Estado se comprometieron a revertir esa situación. Era el tiempo de Felipe V, un Borbón con ideas.
La gravedad de la situación rozaba el surrealismo. Durante la Guerra de Sucesión (1701 – 1713, Tratado de Utrecht) que acabó con la monarquía federal de los Austrias, la Flota de Indias venía siendo escoltada regularmente por fragatas francesas en su trasiego trasatlántico.
Incapaces de interceptar la flota inglesa de invasión que se apoderó de Menorca en 1708 (sería devuelta casi un siglo después tras el tratado de Amiens), de evitar las razias británicas en las costas de Cádiz –Rota, Santa María, etc.–, o de enfrentarse a los capaces navíos de línea ingleses, el caso de la batalla de Barú (pérdida del polémico San José), el toque de atención al ego nacional se barruntaba.
Tras la Guerra de Sucesión y a la vista de los acontecimientos, Felipe V decide revitalizar la flota. Los progresos en la artillería y las nuevas técnicas de construcción de barcos de vela con proyección militar, requieren la intervención de ingenieros navales en sustitución de los carpinteros de ribera, y los astilleros artesanales se convierten en modernas industrias; en definitiva, las técnicas de construcción comienzan a estar a la altura de las exigencias del siglo XVIII. Se atisba el final del túnel con el empeño personal del rey y de dos extraordinarios colaboradores, Patiño y Ensenada, a los cuales no se les ha reconocido suficientemente.

Una flota digna de tal nombre

La reforma de la Armada estará subordinada a un concepto estratégico vital y elemental a la par; la conexión de la metrópoli y sus colonias. El elemento perturbador de este proceso es sin duda la potencia naval de Inglaterra, que se enseñorea de los océanos con una reconocida flota surtida de veloces fragatas y navíos de línea de excelente diseño. La burguesía mercantil y manufacturera isleña estaba urgida de nuevos mercados y venía forzando tratados mercantiles con la coacción sostenida de los hechos consumados; esto es, a cañonazos. El paradigma era que para sostener ese vasto imperio, el español, se hacía urgente implementar una flota digna de tal nombre.
El problema es que se venía peleando a la contra desde hacía tiempo. Inglaterra tenía la clara voluntad de hacerse con los ingentes recursos del Imperio hispano y, tras el Tratado de Utrecht, había obtenido la autorización para comerciar con las colonias españolas con “el navío de permiso” (toda la mercadería que cupiera en un buque de 500 toneladas). Además, habían conseguido colar el peliagudo tema del “derecho de asiento” para colocar miles de esclavos en un periodo de treinta años a partir del acto de firma. La debilidad española se hacía manifiesta y las concesiones rubricaban esa situación.
Es un Siglo de Oro con mayúsculas para la Armada que devuelven a ésta el espíritu de potencia de primer rango
Entre Jorge Juan y Antonio de Gaztañeta, ingenieros navales y brillantes marinos, y bajo el paraguas del secretario de Estado Bernardo Tinajero, empiezan a brotar extraordinarias naves marineras en los astilleros de nuevo corte de Guarnizo en Cantabria, en Pasajes (Guipúzcoa), en menor medida en La Habana y Cartagena. La gran ventaja es que su contundente velocidad punta es superior en un 20% a la de las más veloces fragatas inglesas. La relación entre eslora y manga (eran más estrechas y largas) les da una maniobrabilidad que roza la excelencia.
José Patiño, retratado por Jean Ranc.
José Patiño, retratado por Jean Ranc.
El 28 de enero de 1717 es una fecha vital para la historia de la marina española. El Real Decreto con el nombramiento de José Patiño como secretario de Estado es recibido como agua de mayo entre los profesionales de la Armada. La declaración de intenciones de la política naval de la monarquía rubrica una nueva era en la marina de guerra española.
Patiño centraliza la apuesta por la esperanza, unida a una voluntad férrea por llevar a buen puerto los designios del rey. Se reforestan las zonas aledañas a los astilleros. Todos los elementos necesarios para el equipamiento de las naves (cordelería, artillería, velamen, jarcias, lonas, maderamen, etc.), junto con las viviendas de los carpinteros e ingenieros, quedan solapadas en un todo único. Se potencian en un plan más ambicioso, la apertura de los astilleros de Ferrol y de Cádiz, de Cartagena y de la Habana. Más de trescientas naves salen de estos vientres fabriles en plena ebullición; es un Siglo de Oro con mayúsculas para la Armada que devuelve a ésta el espíritu de potencia de primer rango, perdida por la erosión de tantos frentes y tanta guerra continuada.

Una huella imborrable

La escuela de guardiamarinas de Cádiz forma a generaciones de marinos cultos en lo académico y técnico, a la par que ilustrados. La cartografía, la trigonometría, la interpretación de las cartas de navegación, la geometría y otras disciplinas inherentes al mar son incorporadas a la nueva filosofía de los navegantes patrios. Jorge Juan, Antonio de Ulloa, Bustamante, Alcalá Galiano (fallecido en Trafalgar al mando de la Bahama) pertenecen a una hornada incomparable de grandes marinos; con ellos, España crecía. Pero el inigualable Patiño fallece en 1736, no sin antes devolver al país un protagonismo ido a menos en las décadas anteriores. Cuando murió, sus exequias más allá de convertirse en funeral de Estado, crearon un vacío enorme entre sus incondicionales, que eran legión. En su lecho de muerte, Felipe V lo hizo ministro.
Jorge Juan levantó los planos y diseños de vanguardia de las mejores embarcaciones inglesas de la época
El Marqués de Villadarias tendría un tránsito relativamente breve por la Intendencia General de Marina y daría lugar al enorme Jorge Juan o, dicho de otra manera, a Don Zenón de Somadevilla. Durante todo este tiempo, el ímpetu inspirador de Gaztañeta, estaba ahí, omnipresente. La Armada Real no podía tener mejores mentores.
Jorge Juan era un cultivado marino e ingeniero, extremadamente completo en su formación, que no dejaba nada al azar. Durante el tiempo que estuvo en Inglaterra, dejó una huella imborrable entre los locales. Levantó o levitó literalmente los planos y diseños de vanguardia de las mejores embarcaciones inglesas de la época, y al tiempo, se llevó o trajo a España a los mejores especialistas en la teoría naval, lo cual creó unas fricciones que a la postre le pasarían factura. Estuvo a punto de ser pasto del contraespionaje local y tuvo que darse a la fuga en dirección a Francia disfrazado de marinero mondo y lirondo. Un hacha de factura nacional el colega Jorge Juan.
Su increíble hazaña, la de aligerar secretos de Estado altamente confidenciales a una potencia competidora directa en el escenario internacional, levantó ampollas, y los ingleses, entre tanto, con un natural cabreo monumental, rumiaban su venganza.

Cómo España logró crear la Armada más temible del mundo

España, en buenas manos

Sobre las bases sólidas de la estructura de Patiño, la fina intuición del Marqués de la Ensenada y la fidelidad y compromiso del rey hacia sus distinguidos funcionarios, la notablemente incrementada flota española había despertado las suspicacias de los rubicundos sajones que sentían amenazada su hegemonía en los mares. Entonces, con su proverbial insidia, urdieron un plan.
El marqués de la Ensenada. (Santiago Amiconi)
El marqués de la Ensenada. (Santiago Amiconi)
Era a la sazón embajador de Inglaterra en Madrid Benjamin Keene, pequeño de nombre, pero un gran conspirador.
El nuevo rey de España, Fernando VI, quería mantenerse neutral en las agarradas entre anglos y franceses, y Ensenada, que en aquel entonces era el hombre orquesta de la Corona (Ministro de Hacienda, de la Guerra y de Marina) era un decidido partidario de Francia. El mendaz inglés indispuso al entronizado monarca con su ministro, y éste sería alejado discretamente de los resortes de poder. Pero el majadero anglosajón pensó que al centrifugar a Ensenada el tinglado de la construcción naval española se vendría abajo. Nada más lejos de la realidad.
Carlos III, el rey que vino de Nápoles, continuaría la estela de estos grandes de España manteniendo los objetivos estratégicos de Patiño, Ensenada y Gaztañeta. España seguiría en buenas manos durante mucho tiempo.
En recuerdo de aquellos hombres.

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