El 5 de junio de 1568, el Conde de Egmont fue decapitado en el Mercado de caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante y las lágrimas incluso de su propio verdugo, Fernando Álvarez de Toledo
La vida de Lamoral Egmont tiene muchos elementos de héroe crepuscular. El noble flamenco representó el fin de una forma de hacer la guerra, aquella protagonizada por la caballería, y el ocaso de la Europa de las monarquías subordinadas a los nobles. Sin haber hecho nada diferente a lo que los nobles hacían con frecuencia en la Edad Media, Lamoral Egmont pagó con su vida haber desafiado a su primo Felipe II. Así, el 5 de junio de 1568, el Conde de Egmont fue decapitado en el Mercado de caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante y las lágrimas de su propio verdugo, el temido Gran Duque de Alba, del que se dice que no pudo contenerse al ver a uno de los últimos caballeros medievales muerto de esa manera.
El Conde de Egmont nació el 18 de noviembre de 1522, aunque bien podría haberlo hecho cien o doscientos años antes. El noble flamenco, que sirvió en los ejércitos de Carlos I y más tarde en los de su hijo Felipe II, conservaba un concepto idealizado y medieval de la guerra, más propio de las novelas de caballería que de los tiempos de la pólvora y los asedios interminables. Aquella idea caduca por poco le costó una grave derrota al Imperio español. En la batalla de Gravelinas (1558), Egmont venció a las tropas francesas empleando una táctica plagada de riesgos. Tras el contraataque francés que siguió a la batalla de San Quintín, las tropas galas creyeron oportuno regresar sobre sus pasos, planeando conquistar de camino Gravelinas, probablemente al estimar que se habían alejado demasiado de su línea de abastecimiento. En una decisión más propia de un caballero andante que de un general, el Conde de Egmont abandonó los bagajes y las máquinas de guerra para cortar a tiempo el paso francés. Pero, aunque la caballería encabezada por Egmont acabó estrellándose a causa de la maniobra, la intervención de la disciplinada infantería española logró reconducir la situación.
«El día es nuestro», se permitió gritar Egmont cuando reorganizó su fuerza de jinetes. La victoria de las Gravelinas reportó grandes recompensas a Egmont. A pesar de su temeraria estrategia, su capacidad de rehacerse le otorgó la infinita gratitud del Rey. No obstante, la primera reacción de Felipe II fue la de reprender al flamenco en sus cartas, pues había entablado combate sin su consentimiento ni el del mando superior, el Duque de Saboya. De perder la batalla, el Imperio español hubiera quedado gravemente herido y con gran probabilidad habría perdido Flandes. Por el contrario, la brillante locura de Egmont había cambiado definitivamente el curso de la guerra y el Rey Enrique II de Francia –sin opciones de oponerse– ofreció un generoso acuerdo a los españoles en la Paz de Cateau-Cambrésis. Egmont se convirtió de golpe en uno de los grandes héroes del Imperio español.
Sin excederse en sus quejas, Lamoral Egmont viajó en representación de la nobleza local hasta España para explicar su postura. En 1565, Felipe II le recibió en Madrid y fingió escuchar su petición por un cambio en la política religiosa en los Países Bajos. En resumen, se limitaron a entretenerle durante meses con falsas promesas y hacerle creer que sus gestiones estaban dando resultado. A su regreso a Flandes, el noble vendió las negociaciones con el Rey como fructíferas. Sin embargo, poco había logrado, salvo advertir al Monarca de que los tenidos por moderados incurrían en posturas inadmisibles desde su punto de vista.
Al frente de un gran ejército, el Duque de Alba se desplazó en 1567 a los Países Bajos con instrucciones muy claras, entre ellas, la orden de ejecutar a los tres líderes más visibles de la rebelión. Como caballero de la Orden del Toisón de Oro solo podía ser juzgado por el Gran Maestre de esa Órden, es decir, por Felipe II. Mientras Guillermo de Orange huía hacia Alemania al menor rumor de la llegada de tropas españolas, Egmont y el Conde de Hornes no mostraron ningún temor e incluso fueron a recibir al veterano general. El Duque de Alba era hombre severo e inquebrantable, pero siempre había mostrado deferencia en el trato con hombres de armas. Egmont era uno de aquellos, casi un monumento militar, y el noble castellano profesaba gran admiración por el conde a pesar de la caduca ideología militar que representaba.
Dicen que los ojos del gélido duque derramaron lágrimas de pesar cuando contemplaba la ejecución de Egmont desde su posición más alejada. Algunos, como el historiador Henry Kamen, han llegado a asegurar que hombres afines al Duque de Alta advirtieron al flamenco el día antes de su apresamiento de lo que iba a ocurrir –supuestamente, con el consentimiento del noble castellano- y que éste decidió no huir creyendo que el Imperio español no incurriría en tan grave traición. De ser cierta esta teoría, la ingenuidad de Egmont resulta conmovedora y vuelve a demostrar hasta que punto se equivocó de siglo.
En otra muestra de que incluso Alba dudó de que la ejecución hubiera sido lo más acertado, el castellano escribió semanas después del arresto una persuasiva carta al Rey pidiendo seguridad económica para la viuda de Egmont: «Siento gran compasión por la Condesa de Egmont y la pobre gente que deja. Ruego a Vuestra Majestad que se apiade de ellos y les haga una merced con la cual puedan sustentarse, pues con la dote de la condesa no tienen suficiente para alimentarse un año, y Vuestra Majestad me perdonará por dar mi opinión antes de que se me ordene hacerlo. La condesa es aquí considerada como una santa, y es cierto que desde que su marido fue encarcelado ha habido pocas noches en que ella y sus hijas no hayan salido tapadas y descalzas a visitar muchos lugares de devoción de esta ciudad, y antes de ahora tenían una buena fama».
En términos políticos, la ejecución de Lamoral Egmont fue una decisión funesta. Enardeció los ánimos de la población moderada y puso sobre la mesa el cómo se gastaban las gratitudes españolas. Por mucho que hubiera levantado la voz, el noble católico no alcanzaba el grado de rebelde, ni de traidor, ni mucho menos de hereje. Ante un conflicto militar abierto se antojaba rocambolesco que Egmont se hubiera alzado del lado de los calvinistas. Felipe II, además, debió advertir que la guerra en los Países Bajos iba a requerir concesiones para captar a los católicos moderados como Egmont. De hecho, el error provocó que hasta muchos años después los nobles católicos no se convencieran de que, efectivamente, el enemigo no era el Rey español.
Hubo que esperar a la etapa de Alejandro Farnesio como gobernador de Flandes para encontrar a valones sirviendo diligentemente al Imperio Español contra la auténtico hidra de las mil cabezas, Holanda. Para entonces, no en vano, Egmont ya estaba camino de elevarse en mártir y padre sentimental de la patria belga, así como en protagonista de una famosa obra teatral de Goethe y de otras composiciones artísticas que resaltan lo estoico de su figura.
El Conde de Egmont nació el 18 de noviembre de 1522, aunque bien podría haberlo hecho cien o doscientos años antes. El noble flamenco, que sirvió en los ejércitos de Carlos I y más tarde en los de su hijo Felipe II, conservaba un concepto idealizado y medieval de la guerra, más propio de las novelas de caballería que de los tiempos de la pólvora y los asedios interminables. Aquella idea caduca por poco le costó una grave derrota al Imperio español. En la batalla de Gravelinas (1558), Egmont venció a las tropas francesas empleando una táctica plagada de riesgos. Tras el contraataque francés que siguió a la batalla de San Quintín, las tropas galas creyeron oportuno regresar sobre sus pasos, planeando conquistar de camino Gravelinas, probablemente al estimar que se habían alejado demasiado de su línea de abastecimiento. En una decisión más propia de un caballero andante que de un general, el Conde de Egmont abandonó los bagajes y las máquinas de guerra para cortar a tiempo el paso francés. Pero, aunque la caballería encabezada por Egmont acabó estrellándose a causa de la maniobra, la intervención de la disciplinada infantería española logró reconducir la situación.
«El día es nuestro», se permitió gritar Egmont cuando reorganizó su fuerza de jinetes. La victoria de las Gravelinas reportó grandes recompensas a Egmont. A pesar de su temeraria estrategia, su capacidad de rehacerse le otorgó la infinita gratitud del Rey. No obstante, la primera reacción de Felipe II fue la de reprender al flamenco en sus cartas, pues había entablado combate sin su consentimiento ni el del mando superior, el Duque de Saboya. De perder la batalla, el Imperio español hubiera quedado gravemente herido y con gran probabilidad habría perdido Flandes. Por el contrario, la brillante locura de Egmont había cambiado definitivamente el curso de la guerra y el Rey Enrique II de Francia –sin opciones de oponerse– ofreció un generoso acuerdo a los españoles en la Paz de Cateau-Cambrésis. Egmont se convirtió de golpe en uno de los grandes héroes del Imperio español.
Egmont, el representante de la agitada nobleza
El Rey recompensó a Egmont con el cargo de estatúder de Flandes y Artois, en 1559, lo que le situó como uno de los más poderosos nobles de un país al borde de estallar en protestas religiosas. La postura de Egmont, como la de Felipe de Montmorency, Conde de Hornes, en las encendidas peticiones a Felipe II para que rebajara la persecución religiosa sigue siendo motivo de polémica. Desde el principio ambos nobles se alinearon –sin alcanzar la virulencia de Guillermo de Orange– en contra de la implantación de la Inquisición en los Países Bajos y contra el que consideraban máximo instigador de dicha medida, el Cardenal Granvela, obispo de Arrás. En 1560, Egmont y Orange renunciaron a sus cargos en el Ejercito Imperial y exigieron la salida del país de los soldados de nacionalidad española como medida de protesta.Sin excederse en sus quejas, Lamoral Egmont viajó en representación de la nobleza local hasta España para explicar su postura. En 1565, Felipe II le recibió en Madrid y fingió escuchar su petición por un cambio en la política religiosa en los Países Bajos. En resumen, se limitaron a entretenerle durante meses con falsas promesas y hacerle creer que sus gestiones estaban dando resultado. A su regreso a Flandes, el noble vendió las negociaciones con el Rey como fructíferas. Sin embargo, poco había logrado, salvo advertir al Monarca de que los tenidos por moderados incurrían en posturas inadmisibles desde su punto de vista.
Al frente de un gran ejército, el Duque de Alba se desplazó en 1567 a los Países Bajos con instrucciones muy claras, entre ellas, la orden de ejecutar a los tres líderes más visibles de la rebelión. Como caballero de la Orden del Toisón de Oro solo podía ser juzgado por el Gran Maestre de esa Órden, es decir, por Felipe II. Mientras Guillermo de Orange huía hacia Alemania al menor rumor de la llegada de tropas españolas, Egmont y el Conde de Hornes no mostraron ningún temor e incluso fueron a recibir al veterano general. El Duque de Alba era hombre severo e inquebrantable, pero siempre había mostrado deferencia en el trato con hombres de armas. Egmont era uno de aquellos, casi un monumento militar, y el noble castellano profesaba gran admiración por el conde a pesar de la caduca ideología militar que representaba.
«Siempre que veo las cartas de esos tres señores, me ahoga la cólera en términos que, si no me esforzara en reprimirla, creo que mi opinión parecería la de un hombre frenético»Con todo, las primeras palabras del castellano, producto de su humor amargo o tal vez del largo viaje, han pasado a la historia de lo macabro: «Veis aquí un gran hereje». Fernando Álvarez de Toledo consiguió pasar aquellas palabras por una broma, simplemente, poco adecuada, pero en secreto aguardaba poner en marcha cuanto antes las órdenes del Rey. El Duque de Alba y Felipe II no guardaban dudas de la culpabilidad de ambos y se habían referido numerosas veces en términos gruesos a las misivas que llegaban de Egmont, Hornes y Guillermo de Orange a la corte española: «Siempre que veo las cartas de esos tres señores, me ahoga la cólera en términos que, si no me esforzara en reprimirla, creo que mi opinión parecería a Su Majestad la de un hombre frenético». Así, el 9 de septiembre de 1567 invitó a Egmont y Hornes a un banquete en nombre del hijo de Alba, el Prior Hernando, que terminó con el capitán español Sancho Dávila deteniendo a los dos nobles católicos. Ambos fueron encarcelados en celdas separadas.
«Esos hombres eran inocentes»
Ante la noticia del arresto, Margarita de Austria, que aún ostentaba el título de Gobernadora de Flandes, protestó al considerar que «esos hombres eran inocentes de cualquier cargo». Su dimisión, aceptada e instigada por Felipe II, dejaba vía libre al Duque de Alba para ejecutar la totalidad de su plan. Durante las investigaciones posteriores, el duque encontró cartas incriminatorias entre la correspondencia de Egmont y ordenó su ejecución pública en el Mercado de caballos de Bruselas.Dicen que los ojos del gélido duque derramaron lágrimas de pesar cuando contemplaba la ejecución de Egmont desde su posición más alejada. Algunos, como el historiador Henry Kamen, han llegado a asegurar que hombres afines al Duque de Alta advirtieron al flamenco el día antes de su apresamiento de lo que iba a ocurrir –supuestamente, con el consentimiento del noble castellano- y que éste decidió no huir creyendo que el Imperio español no incurriría en tan grave traición. De ser cierta esta teoría, la ingenuidad de Egmont resulta conmovedora y vuelve a demostrar hasta que punto se equivocó de siglo.
En otra muestra de que incluso Alba dudó de que la ejecución hubiera sido lo más acertado, el castellano escribió semanas después del arresto una persuasiva carta al Rey pidiendo seguridad económica para la viuda de Egmont: «Siento gran compasión por la Condesa de Egmont y la pobre gente que deja. Ruego a Vuestra Majestad que se apiade de ellos y les haga una merced con la cual puedan sustentarse, pues con la dote de la condesa no tienen suficiente para alimentarse un año, y Vuestra Majestad me perdonará por dar mi opinión antes de que se me ordene hacerlo. La condesa es aquí considerada como una santa, y es cierto que desde que su marido fue encarcelado ha habido pocas noches en que ella y sus hijas no hayan salido tapadas y descalzas a visitar muchos lugares de devoción de esta ciudad, y antes de ahora tenían una buena fama».
En términos políticos, la ejecución de Lamoral Egmont fue una decisión funesta. Enardeció los ánimos de la población moderada y puso sobre la mesa el cómo se gastaban las gratitudes españolas. Por mucho que hubiera levantado la voz, el noble católico no alcanzaba el grado de rebelde, ni de traidor, ni mucho menos de hereje. Ante un conflicto militar abierto se antojaba rocambolesco que Egmont se hubiera alzado del lado de los calvinistas. Felipe II, además, debió advertir que la guerra en los Países Bajos iba a requerir concesiones para captar a los católicos moderados como Egmont. De hecho, el error provocó que hasta muchos años después los nobles católicos no se convencieran de que, efectivamente, el enemigo no era el Rey español.
Hubo que esperar a la etapa de Alejandro Farnesio como gobernador de Flandes para encontrar a valones sirviendo diligentemente al Imperio Español contra la auténtico hidra de las mil cabezas, Holanda. Para entonces, no en vano, Egmont ya estaba camino de elevarse en mártir y padre sentimental de la patria belga, así como en protagonista de una famosa obra teatral de Goethe y de otras composiciones artísticas que resaltan lo estoico de su figura.
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